No dejo de pensar en ti. En cómo le abriste la puerta a un puñado de niños nerviosos vestidos de monstruitos. Truco o trato. Ni truco ni trato, dejadme en paz. Ya habían llamado antes a tu puerta otros pequeños fantasmas, vampiros, brujas o piratas zombis -como el mío- y estallaste.

Sé cómo te sientes, aunque no sepa exactamente qué te pasa. Estar vivos, eso nos pasa demasiadas veces. Y duele. Ya no he vuelto a pensar, cuando me toca ir al cementerio por un ser querido, que al sol no parece importarle que alguien que me falta tanto se haya muerto tanto. En Málaga es raro que cuando vuelvas de un sepelio no haga un día radiante de mierda. Pero es que el sol ni esos gases que hacen que el cielo parezca tan azul saben que existimos. El sol no sabe de nadie. El sol no sabe. El sol es un no gigantesco, aunque sí sea.

La pequeña jauría con calabazas de plástico en la mano no concebía todavía ese No tuyo. Sí que no les abrieran la puerta. Sí que les reprendiesen si se empujaban unos a otros para capturar alguna chuchería que luego, pasada ya la euforia de ir puerta tras puerta bloque arriba y abajo, perderá para la mayoría su fulgor breve de tesoro encontrado, de reto conseguido, y muchos ni se la comerán. Pero no tu furia, o lo que es más adulto aún, tu derrota, tu tristeza, tu fatiga, tu ensimismado sufrimiento con causa, supongo. Por eso se quedaron callados, confundidos, absortos, sin capacidad para traducir qué les estaba pasando, qué te pasa a ti.

Podías no haber hecho caso y masticar algún juramento liberador mirando por la mirilla, o incluso haber puesto un cartel en la puerta pegado con celo donde se prohibiera llamar por tener un enfermo en casa o, ya puestos, haber gritado, idos a la mierda, fuera de ti, del otro lado de la puerta, la frontera entre eso que llaman de manera algo boba zona de confort y el infierno de aquí fuera, entre tu sofá y el miedo a que te ocurra algo de verdad, entre tu tristeza y la algarabía infantil de la chiquillada, entre tu dolor y la noche magnífica que hizo anteanoche, a la que, tampoco, como al sol, parecía importarle nadie ni nada. Sin embargo, abriste, les gritaste, les regañaste, les explicaste, pese al absurdo de que tras ellos vendrían otros a llamar a tu puerta y otros y, quizá, otros más, hasta que la noche, más inquietante que inquieta, perdiera su televisivo rostro de parecer parte de la programación infantil.

A los niños creo que no les importó demasiado lo ocurrido. Tras el impacto inicial, les funcionó su lúdico instinto de supervivencia, que en los niños de seis y siete años aún es sanamente egoísta para su edad. O sea, que reaccionan así: si esto no mola busquemos algo que sí, y poco más.

Yo, en cambio, no dejo de pensar en ti. Me da pena tu infelicidad, me preocupa no saber la dimensión del daño real que te la produce. Pero, sobre todo, me entristece que ya nadie llamara más a tu puerta. Y tú tan sola, tan encerrada, con tu vida a cuestas.