Cuando las pasiones arrecian, como ocurre estos días en la habitualmente racional Cataluña, la mejor receta es una buena dosis de tranquilizantes. Nada más indicado a ese propósito que el actual presidente, Mariano Rajoy, político entre aburrido y maquiavélico que ejerce sobre sus adversarios -e incluso sus partidarios- un efecto muy parecido al del Valium. Sostienen sus críticos que Rajoy provoca el adormecimiento con su aparente tendencia a la pachorra y la devoción que profesa al principio liberal del laissez faire, laissez passer. Su política consiste en tomar las menos decisiones posibles y, cuando no hay más remedio, adoptar las que nadie esperaba, como ha ocurrido con la insurrección de los secesionistas en Cataluña. Presionado por su derecha, que le exigía meter los tanques en la Diagonal, y por una parte de la izquierda deseosa de que negociase con Puigdemont los plazos de la independencia, el presidente ha ejercido de Rajoy. Aprobó una intervención suavemente dura pero breve de la Generalitat y al mismo tiempo unas inmediatas elecciones que han descolocado a unos y otros. Mayormente a los independentistas, en la medida que los pone en el dilema de concurrir a los comicios -y validar así la autoridad del Estado- o boicotearlas, con lo que se quedarían sin representación y, lo que es peor, sin sueldo. Uno de los efectos secundarios y algo jocosos de esta medida ha sido el de convertir a Rajoy en presidente accidental de la Generalitat, aunque se ignora si eso incluirá el tratamiento de Molt Honorable y el sueldo de más de 145.000 euros que duplica el suyo de 79.000. Por sorprendente que parezca, el jefe del Gobierno de Cataluña cobra el doble de cuartos que el de España. Lo que demuestra el caso catalán, como tantos otros, es que el patriotismo viene a ser una cuestión básicamente sentimental. Una especie de culebrón político que da empleo a muchos guionistas del proceso. Las escenas de estos días evocaban con su profusión de banderas, camisetas y cánticos las de un pospartido entre el Barça y el Madrid. Al igual que en esa circunstancia futbolística, los forofos pasaron de la alegría al desconsuelo en cuestión de minutos, según fuese el resultado. Lo único común eran las lágrimas, que tanto podían ser de éxtasis como de decepción. En casos así se echa de menos la política de Suiza, tan aburrida como la de Rajoy. Se burlaba Graham Greene en «El tercer hombre» de los quinientos años de democracia, amor y paz de los suizos que solo habían alumbrado, pese a su felicidad, el reloj de cuco. No es menos verdad, sin embargo, que casi nadie conoce allí al presidente de la Confederación Helvética ni hay peleas entre cantones por ver cuál la tiene más larga. No están enfermos de política, por así decirlo. Suizo de Pontevedra, Rajoy ha optado por la estrategia del tranquilizante para sosegar los fervores típicos del nacionalismo, como si quisiera apagarlos de puro aburrimiento. Solo queda esperar a ver si la dosis de Valium es suficiente.