Lo primero fue el vómito. Antes de mi primer partido de verdad estaba tan nervioso que vomité. Luego fallé un penalti: lo tiré y lo metí, pero me tocó repetirlo porque el árbitro no había pitado todavía. Nadie me había dicho que debía esperar a que pitara el árbitro, porque nadie te advierte de las cosas importantes en la vida.

Yo tuve una infancia sin traumas y es algo que a mis padres nunca les podré perdonar. Si me hubieran pegado en el colegio ahora tendría un objetivo claro en la vida, pero ni me pegaron casi en el colegio entonces ni fuera del colegio apenas después. Creo que se nota: a veces, como privilegiado varón blanco occidental y heterosexual, pienso que menos mal, que de no ser así estaría durmiendo debajo de un puente, algo que tampoco sería tan grave porque por lo menos estaría durmiendo. Quizá por eso soy también del Castellón, por manejar un agravio desde el que encarar la vida, y quizá por eso me empeñé en ser un mediapunta zurdito, remolón y mentiroso, por distinguirme del resto en el fracaso y su falsa épica.

Pero las minorías no tienen por qué ser mejores que las mayorías. La minoría en el instituto era el grupo de empollones que quedaba la noche de los premios Oscar para ver la ceremonia en compañía. Era como su final de Champions, como una cosa que no podía ser más guay, algo que yo no entendía. Minoría es también ahora esa gente que podría estar en casa en pijama pero prefiere ir a un entrenamiento de la selección a insultar a Piqué, un modo de vida que se me escapa totalmente. Hace unos meses recibí la hoja promocional de una biografía. A la autora le había pasado de todo: una infancia dura, problemas de adicciones varias, viaje revelador por diferentes continentes, emotiva historia de superación y un bonito final redentor. Yo pensé que así cualquiera escribe algo interesante, y pensé también de paso de qué podría ir la mía. «Nací un martes, merendaba bollycaos y una vez me disfrazaron de alcachofa. Me fui de Erasmus y volví, conseguí un trabajo y me casé, tengo dos hijos, sigo jugando al Football Manager y vamos tirando». Así no hay manera de encontrar un hueco en la Historia del Arte y la Literatura.

Por no tener ni siquiera tuve la típica lesión que a todos los borrachos del mundo les sirve para justificar su destino, el mítico «yo era mejor que ese que está ahora en la tele pero me rompí los ligamentos de la rodilla», un hit emocional en las barras de los bares. Uno no sabe qué es el amor hasta que su hijo le vomita en la cara y uno no sabe, no tiene ni idea, de qué va en realidad el fútbol hasta que lo ve con cierta perspectiva. El fútbol va de ser el bueno pero correr como si fueras el malo del patio del colegio, el fútbol va de correr como si te fuera la vida en ello porque de verdad te va la vida en ello.

De esto que parece obvio me enteré cuando llevaba ya unos años trabajando, porque la tontería propia del mediapuntita zurdo es un estado mental que se arrastra durante toda la vida. Es imposible vivir igual, es imposible que te gusten los mismos jugadores si de chaval fuiste un portero taciturno, grave y solitario o si fuiste un extremo chupón, ligero y artista. No es lo mismo haber crecido enroscando de vez en cuando un córner directo, buscando el gol olímpico porque sí, como yo, que siendo central y correr de vuelta a tu posición insultando a la madre que parió al imbécil que ha tirado el córner como le ha dado la gana, y ahí está, y ahí sigue, volviendo andando a su sitio. Es una lástima que no me viera jugar Iñaki Uriarte. «Llaman vago a algún futbolista y lo convierten de inmediato en mi ídolo. Admirable. ¿Cómo se puede hacer el vago ante 40.000 espectadores?», escribió en sus Diarios.