Soy muy de iconos personales, ya sean reales o de ficción. Un apasionado de las referencias estilísticas y estéticas. Un mitómano. Qué se le va a hacer. Otros fuman. Y, si bien es verdad que la pereza me salva, gracias a Dios, de intentar plasmar en mis maneras las tendencias y poses de los personajes que idolatro, también es cierto que no por ello los dejo de tener en cuenta. Si les ocurre como a mí, les aconsejo, por propia experiencia, que no vayan más allá de ciertos toques o matices sutiles con los que reflejar en su persona la deferencia hacia su ídolo. Llevar en la solapa del abrigo la «mano del rey», verbigracia, no es más que un gesto pintoresco y simpático. Pero, permítanme que insista, no crucen esa línea. No quieran pasar de la evocación a la integración, porque visualizarán el más profundo abismo de los paisajes del fracaso. Y les cuento la más reciente. Para que no digan que divago. Hace unos días, paseaba por el centro, a última hora de la tarde. Ya casi había conseguido dejar a mi derecha, pasando por su lado con cautela y de puntillas, el edificio de la Agencia Tributaria cuando, sin esperarlo, me topé con él. De frente. Sin anestesia. Abarcando con su impecable figura el largo y ancho de un cartel kilométrico que engalanaba la fachada lateral de El Corte Inglés con el más elegante y varonil de sus posados. Allí estaba él, Don Draper. Anunciando Emidio Tucci. Sí, Don. Porque John Hamm no existe, su personaje se lo ha comido. En pleno noviembre malagueño, el icono de Sterling Cooper me observaba como sólo él observa, haciendo de los vicios arte. Y entonces recordé aquel día en que me preparé, a escondidas y a media tarde, mi primer Old Fashioned. Con guinda en almíbar y todo, oigan. Para ver si aquello me cambiaba la pose o la mirada o algo. Y no intenté fumarme un cigarro por el tema del asma, y porque luego mi mujer llega moviendo la nariz, como en Embrujada, y me pide explicaciones. El caso es que, mientras rememoraba un infinito anecdotario personal de emulaciones imperfectas, allí me vi. En mitad de la Avenida de Andalucía frente al tipo que nació para dar fundamento de gloriosa existencia a las camisas blancas. Y es que ya no sabe uno si los trajes están hechos para Draper o Draper para los trajes. El único personaje de la serie de HBO que, válgame Dios, no se derretía ante los seductores y voluptuosos encantos de la Hendricks. Y yo con estos pelos. Gasté unos instantes en echarme un vistazo. Las incoherencias meteorológicas de lo que ahora llaman veroño, maldita sea mi estampa, me la habían jugado bien. Sandalias, bermudas y la camisa por fuera. Como elefante en cacharrería. Como Adán disimulando su desnudez con una puñetera hoja de parra. Fue en ese preciso momento cuando tomé conciencia de los múltiples tentáculos del mundo de la publicidad. Una subliminal forma de comunicación que entra en tus apetencias de manera personalizada, procurando no ser vista, para tocar resortes y debilidades propias que te inciten al consumo de lo que realmente no necesitas. Haciéndote oír lo que quieres oír. Ese es Don. El tipo que ha hecho del clásico peinado a raya lateral el peinado de moda. Y así, entre cantos de sirena, o de sireno, caí en el hechizo del publicista que hizo suya la frase «lo que tú llamas amor fue inventado por tipos como yo para vender medias». Sin pensarlo dos veces, deshice camino y, presa de un impulso estético, me dirigí hacia mi peluquería, a las chicas de Vintage. Tomando como referencia una foto del móvil, les dije que, aunque era consciente de las más que evidentes distancias físicas, quería que me cortaran el pelo a su estilo. Y así lo hicieron. Clavado. El corte era idéntico. Pero, ¡ay!, fue entonces cuando me di cuenta de que había sucumbido a los encantos de la publicidad. Porque al verme en el espejo, bajo el clasicismo de mi nuevo look a lo Mad Men, no me vi a mí. Tampoco a Draper. Vi a mi padre. Que sí, que no está mal, pero que no es Don Draper.