Algunos son gigantescos y de ellos salen cientos de personas, como hormigas vistas desde lejos que van y vuelven a su lujoso hormiguero flotante. Luego los barcos se van -esto es importante-. Y vienen otros, con colores distintos. O los mismos con hormigas distintas que vuelven a subir y a bajar por la pasarela del crucero. Atracan en lo que llamábamos morro los chavales que íbamos a pescar con la caña de mano y un corcho improvisado hace décadas, en Málaga. El morro al que íbamos con la novia y la luna que ojalá no hubiera, buscando el abrigo del roqueo en la anochecida y la privacidad del finisterre para el escarceo amoroso, es hoy un larguísimo dique de Levante que se impone con su moderna planicie a la memoria.

Olayadiós

Miras los barcos que están y luego no están, y pensar. Su presencia poderosa es efímera y su estar siempre advierte de su ya no estar. La lámina de agua que ocupan con su silueta de barco y el trozo de paisaje portuario que ocultan cuando atracan, son para el aire más temprano que tarde. Y otro día para otro barco. Mirar los barcos, por eso, en el puerto de tu ciudad del paraíso, oír su siempre «holayadiós» -que se podría escribir sin h-, es uno de los espectáculos de las ciudades marinas. Si el proyectado edificio del arquitecto Seguí como hotel del puerto, finalmente, estuviese ahí, pegado a donde los barcos flotan cuando llegan y luego van, más grande que todos ellos y con sus cimientos en el fondo del mar conquistado, no se iría jamás. No sería un visitante sino un trozo urbano más de Málaga al final de Málaga, un rascacielos donde la ciudad deja de ser ciudad para oteo del horizonte y para ser ya sólo sueño.

Eiffel, qué Effel

Mirar los barcos produce paz. Como mirar los aviones surcar el cielo provoca en quien ha viajado el deseo de volver a hacerlo. Si se pudiese construir en el cielo -por ejemplo, edificios como el que Seguí ha proyectado en el puerto de Málaga- los aviones tendrían que sortear los hincacielos y ya no gustaría mirar los aviones, ni la evocadora inmensidad celeste de las alturas provocaría tanto deseo ni su atormentada grisura tanto miedo. Sería como viajar en coche (algo que sólo disfruto cuando surco paisajes alejados de las ciudades). Por eso a muchos no nos gusta el rascacielos en el morro malagueño, como no nos gustaría ahí la torre de Shangay, ni el Burj Kalifha de Dubay, ni la torre Trump de Chicago, ni el bonito edificio Chrisller de Nueva York, ni la Central Plaza de Hong Kong, ni la torre OKO de Moscú, ni la maravillosa torre Eiffel -una muy atrevida comparación con el edificio proyectado en el puerto de Málaga, desde mi humilde punto de vista, que algunos hacen recordando su modernizador impacto cuando se inauguró en plena arquitectura del hierro como hito urbano para la Exposición Universal de 1889 en París-.

"Antimalagueños"

Mirar los barcos con Felipe Romera, ingeniero de teleco y responsable del Parque Tecnológico de Andalucía, en Málaga, es algo que haría encantado. Es una persona con la que siempre me gusta coincidir y hablar de muchas cosas. Anteayer reafirmó su apoyo a la construcción del proyectado hotel en el puerto malagueño. Lo hizo en la reunión del Consejo Social que tuvo lugar en el Ayuntamiento (respecto a la misma, en el periódico firmó una avezada crónica José Antonio Sau titulada: «La Torre del Puerto, otra vez»). El buen talante de Romera me sirve aquí para pedir a otros que no nos llamen catetos ni ignorantes ni, sobre todo, antimalagueños, a quienes no nos gusta ese edificio ahí, a quienes no podemos evitar considerarlo un arriesgado perjuicio a largo plazo, a quienes no se lo queremos dejar como herencia urbana a nuestros hijos. En esa misma reunión, Pedro Moreno Brenes, estando también él en contra del rascacielos en el puerto, pidió que no se insulte ni se les llama vendidos al capital a quienes defienden a capa y espada que ahí se construya. Argumentos fundados, opiniones libres y respetuosas, destierro de las etiquetas personales y políticas, transparente fiscalización legal y talante democrático es lo exigible en éste y otros temas controvertidos de ciudad y de Estado.

Y Garrido

Mirar los barcos venir, ver los barcos llegar, como cantaba Carlos Cano. Y otra vez hablamos de la torre del puerto. Otra vez, sí. Y volveremos a hablar, sin la necesidad de ser de unos o de otros, sin miedo, sin rabia. Los intereses son muchos y ni siempre son legítimos ni tampoco ilegítimos. Pero no todos los intereses son de todos. «Queremos mirar las nubes, queremos tomar el sol y oler la sal, francamente no se trata de molestar a nadie, es tan sencillo: somos pasajeros». Aunque sean para un contexto diferente, me apropio de esos versos de Neruda? Porque hoy es sábado. -Pero tratándose de poesía, mi querido Antonio Garrido Moraga me propondría, a bote pronto, mil versos más de otros tantos poetas; por eso y por otras muchas cosas, necesito que se cure pronto-.