La Casa Verde cumple 50 años. La misma edad de gala del Rómulo Gallegos que premió a Vargas Llosa por esta novela con la que el español hizo boom. Nunca antes de esta historia faulkneriana el lenguaje de Cervantes se había llenado de pájaros. Ni de la textura onomatopéyica de lo Amazónico, ni del silbido de la lluvia entre el desierto y las palabras. Tampoco del sonido de una arpa que entona relatos de burdel. Mucha polifonía del castellano para aprender a conversar con la naturaleza del lenguaje y sus hallazgos. Y también sobre la riqueza de un idioma que supo mestizarse en lugar de exigir un ADN y al que, un año después, García Márquez le sembró un árbol de familia en una aldea de daguerrotipo llamada Macondo. También su novela sería otro Rómulo Gallegos, y poco después un modelo del uso de los tiempos verbales y de las posibilidades del español como lengua de lo fantástico.

En París, la imaginación fabulaba una revolución juvenil y obrera contra el orden previsible de las cosas, aunque luego cambió el beso con la utopía por un matrimonio con el establishment. Aquí, donde se soñaba clandestinamente con el mismo sueño de mayo bajo un cielo de grises, el español de a pie literario buscaba sus señas de identidad, se enamoraba en las últimas tardes con Teresa y escapaba de la alienación social con Parábola del náufrago. Las orillas desde la que saltar seductor y lobito bueno a la Rayuela, disfrutar con el realismo mágico de Cien años de Soledad, y explicarse los claroscuros de la conquista y el mito americano con Terra Nostra. Otra distinción del Premio que nunca ha errado -limpio de nepotismo ilustrado entre periferias y fama- en su valoración de la calidad de la escritura, como demuestra la nómina en la que Roberto Bolaño e Isaac Rosa eran dos desconocidos con talento cuando lo obtuvieron por Los Detectives Salvajes y El vano ayer. Cualquiera de estas novelas, junto con las que les han seguido hasta este año (en el que el chavismo venezolano ha suspendido sus 100.000 dólares de bolsa), supuso una exploración literaria del castellano, y la búsqueda de nuevas formas de contar el mundo o la Historia.

Cincuenta años después, la imaginación, la literatura y el español tienen la crisis de los 50. Ha vuelto la primera a los tiempos de niebla en los que era muy difícil abrir las cerraduras y convocar la prestidigitación de un lenguaje luminoso que nos irrumpa y nos estimule. En la planicie cotidiana impera un realismo de sal y ceniza, la incultura imperturbable y el consumo cordial de lo instantáneo. Lo cual avala el éxito comercial de una literatura de marca blanca que coloquializa a la baja los significados y los géneros. Los mismos por los que la escritura del idioma dibujaba antes modulaciones de color o a la exactitud de una llana realidad azoriniana, sin dejar de ser un estado de conciencia, una fuerza expresiva entre el lenguaje abrupto o elegante. El lenguaje como experiencia sensible e instruida que despierta un palpitante fragmento de nosotros mismos, como dice el poeta Eduardo García acerca de su obra.

No sólo es difícil hallarlo en gran parte de las lecturas celebradas con premios y vitola de best sellers, y en las que es palpable la anorexia de la lengua y de la escritura. Tampoco el periodismo brilla por un castellano de la pulcritud o de la innovación, del convencimiento de la claridad o del desafío expresivo. Es como si hubiese desaparecido casi del todo el espíritu de aquella prensa innovadora del 77, heredada en parte de la resistencia irónica y combativa de los sesenta, y capaz de moverse entre la tradición del castellano larriano, la independencia crítica de Delibes y la insumisión de un lenguaje del que Francisco Umbral hizo dandismo periodístico. Poco queda de la mitificación filosófica de Manuel Vicent ni del periodismo políticamente incorrecto y sarcásticamente pop de Vázquez Montalbán. Sólo algunos nombres resisten encolumnados en algunos medios, junto a algunos poderosos destellos de la crónica narrativa que nos ilustra en ese castellano de Argentina, de México y de Colombia, cuya etiqueta negra son la verdad y el estilo, según la definió Leila Guerriero. A lo que yo añadiría el atento y eficaz oído. Cualidad imprescindible para el ejercicio de cualquier género de la escritura.

Da igual que el lenguaje de prensa se haya visto devaluado por la exigente velocidad de las noticias y la eyaculación exprés de 140 caracteres; por el abordaje de la precariedad que ha tomado a proa y popa los medios de comunicación; y por el acorralamiento de lo ideológico que en ocasiones lo convierte en metralla ideológica. Lo hemos comprobado con la zalagarda nacionalista que ha convertido los conceptos en campos de una esquizofrénica batalla. La sensación es que se ha dejado de indagar, de preguntar y de contar con rigor, afinando lo escrito con metrónomo y el coraje de la independencia. Tampoco se hace desde el descaro y el atrevimiento del que aprende boxeo de calle. La insumisión de los adjetivos, las cicatrices del verbo, la experiencia y rebeldía del sujeto son rehenes del empobrecimiento del castellano y su monotonía en la prensa y en la literatura. Uno sale de la mayoría de los libros y de los periódicos con escasa curiosidad e igual de descalzo y silencioso. Da la sensación de que las palabras, en lugar de ser tejedoras de personalidad, magnetismo y contagio, se han transformado en crepusculares y cortoplacistas términos de bisutería necesitados de diván. Se extraña la lectura participativa que favorece que el lector asimile los hechos, enriquezca su vocabulario y disfrute con un lenguaje capaz de imprimir un sentido sorprendente, o al menos estético, a las cosas de significado ordinario. Las palabras dan para mucho, y más en el español de los 55 millones de personas que lo hablan, y cuya cultura impresa contribuye a construir nuestra realidad y nuestra imaginación. Sin buenos periódicos ni buenos libros, sin una escritura en la que suceda lo que se cuenta, nuestra lengua se empobrece. Y también nuestra mirada sobre lo cotidiano y el mundo. Una orfandad que pone más fácil al poder que nos manipule, nos confunda e imponga -como está haciendo desde lo político- que la verdad sea un no lugar y que nadie se sienta con ella como en su casa.

La educación tampoco es inocente. Hace tiempo que el sistema no enseña la importancia de entender la estructura de la lengua; que desechó el cultivo del arte de escribir con estilo, y el valor de leer para construir nuestra identidad y dialogar con lo real y sus ficciones. Ni siquiera es una maría la Literatura, y la prensa ya no es una marca de prestigio. Es raro encontrar, en los bosques urbanos y periféricos de este Fahrenheit 451 en el que vivimos, a gente con periódicos o libros asomando del bolsillo, igual que mapas o pasaportes de la hermandad de la impertinencia. Tampoco suena habitualmente el español a Onetti, a Marsé, a Benet, a Carpentier, a Manuel Puig o a Juan Goytisolo. No es extraña la nostalgia y el reclamo de la ética y la humanidad con las que Delibes le cogía el tono a la realidad con independencia y naturalidad; del estilo sobre el que Flaubert dijo que era en sí mismo una manera absoluta de ver las cosas. Lo mismo da que se escriba acerca de la cultura; de los mitos rotos; de la memoria del trabajo y sus vacíos; de la política y sus fantasmas de la ideología; del photoshop de la Historia; de la impostura y las piedras en la mano; de la química con los objetos o el registro continuo de la sonrisa. Lo que importa es que sus historias estén bien escritas y se respiren. Que el lenguaje sea tomado por la cintura y por el vientre, por su heterodoxia y por su música, y resucite al lector que llevamos dentro.

No conmueven las palabras cuando se parecen a un perro viejo amarrado a una farola. No ladra el castellano. Tampoco cabalga en aventura.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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