Allí estaba Francisco de la Torre, visiblemente afligido, encabezando la comitiva fúnebre y a la espera de que el reloj del ayuntamiento cantara las doce para dar la orden de marcha. Junto a fray Francisco Regordán y un Teniente General de la Meretérica, el alcalde de Málaga, con su reconocida cadencia y templanza de verbo, trataba de convencer a un afectadísimo concejal del consistorio de Cuenca para que los acompañara en la cabecera de la procesión. La criatura, desde luego, no se tenía en pie. Alcancé a escuchar, así de refilón, que acababa de entregar su acta de concejal por no encontrar sentido a los días tras la muerte del genio. El alcalde insistía, como buen político que es, aportando cierta calidez y mesura al dramatismo del conquense. Pero fueron, finalmente, Javier Muriel y José Miguel Sepúlveda quienes, abandonando momentáneamente su puesto en el cortejo, consiguieron templar y convencer al exedil de que su lugar natural estaba y convenía en la cabecera de la marcha. Si les soy sincero, aquella escena de ánimo reconfortó mis dolencias y me sirvió para dar la espalda a los demonios internos que desatan las penas. El acto, aquel acto, debía de ser un homenaje emotivo, sí, pero no triste. El difunto no se merecía que la pena presidiera la despedida que, en honor a su memoria, le regalaba la que fue y seguirá siendo su ciudad. Me mantuve en mi sitio, aguardando, sin romper las formas. Desde mi posición, a unos veinte metros por delante de mí y a pesar del gentío, aún alcanzaba a distinguir parte del féretro, que era sostenido por seiscientos mil niños encabezados por el «Orejón» quien, al frente de la comparsa infante, sostenía un óleo de Pepita. La mañana había amanecido más fría y húmeda de lo habitual, como si la marcha del artista hubiera abierto las puertas del invierno. Llegaron a caer algunas gotas desde los cielos, pero fueron meramente testimoniales. Durante los breves instantes que duró la llovizna, pude resguardarme bajo el paraguas de Perry Mason, situado a mi derecha, siempre parco en palabras, más delgado y ojeroso que de costumbre. A mi izquierda, el inefable Francisco Cabrera, silencioso, meditabundo, no dejaba frotarse las manos y mirar el reloj. Alcancé a ver, también de lejos, a mis compadres Samuel Medina, Diego Sánchez y Daniel Gómez, los cuales acompañaban de acá para allá a un comisario de Madrid que, con unas gafas muy grandes, hacía unas sumas a fin de pasar lista y controlar asistencia. Y fue en ese preciso momento, al pronto, aguardándola como estábamos pero sin esperarla, cuando sonó una campanada. Y otra, y otra, y así hasta doce. La comitiva se cuadró. Cada uno en el puesto asignado, con disciplina militar. Los seiscientos mil niños alzaron el féretro con solemnidad. En ese instante, antes de empezar a andar, miré hacia atrás. El pueblo de Málaga inundaba el Paseo del Parque hasta más allá de lo que alcanzaban a ver mis ojos, traspasando con infinita presencia y cariño las fronteras del horizonte. A la altura del Hospital Noble, pude ver incorporarse (yo creo que llegaban tarde por lo colorado del gesto y lo azorado de su respiración) al doctor Grijánder y a ese mariquita que paseaba su cabra con una cuerda de esparto atada al cuello. También al mono del zoo, que se sumaba al cortejo después de que un letrado del turno de oficio le tramitara un permiso de fin de semana. A punto estuvo de comerse al homínido, dicho sea de paso, el borrico del gitano aquel, quien lo iba a llevar al circo después del acto para venderlo como alimento a las fieras. En definitiva, no recordé a nadie que no estuviera y no vi a ninguno que no debiera de estar. Al fin y al cabo, hay que acompañar, pensé yo, hay que estar a la altura. A su altura. Porque, aun sin título oficial, fue y será un grande de España. Porque tantos años de carcajada continua, generosa, desprendida y gratuita se merecen algo más que una simple despedida, se merecen una imponente convocatoria y un caluroso homenaje donde estemos todos. Los personajes reales y también los de ficción. No vaya a quedarse la cosa en un triste «hasta luego, Lucas».