No me digan que nadie recuerda la clásica estampa de Hollywood en la que, para conseguir un papelito, una aspirante a actriz tenía que enseñar las piernas y probablemente el trasero al tipo que se sentaba al otro lado de la mesa y que era Dios omnipotente. Como había mucha beatería en el ambiente de la pacata sociedad americana, solo se enseñaban las piernas. Era mentira, claro. A veces los que se sentaban al otro lado de la mesa eran trinidad, es decir que la humillación no se escondía vergonzantemente, sino que se daba por supuesta. En cualquier caso era una porquería que se balanceaba entre la ambición desesperada y la sucia suficiencia. Pero no me digan que no lo recuerdan o que lo han descubierto ahora. En las películas de Doris Day y asimiladas siempre aparecía una amiga de la protagonista (indefectiblemente una chica de Nevada o de Wyoming) que quería ser actriz. Esperando la llamada de los productores servía café y tortitas con nata en una cafetería de Los Ángeles hasta que le tocaba ir a enseñar las piernas. Al final, triunfaba la dignidad… a menos de que no triunfara, en cuyo caso la protagonista aparecía con pinta de guarra.

Los espectadores se lo tomaban a relativa chacota o empatizaban con la futura estrella. No iban más allá en sus sentimientos. Tampoco los miserables que se sentaban detrás de la mesa: una calada al puro y al cabo de unos días, llamada a la chica para ofrecerle el papel de protagonista.

El sátiro no iba en serio. Había sido un pequeño chantaje sin más trascendencia. O un soborno para verle los muslos. Y si iba en serio, aparecía sudoroso, con la camisa arrugada, fumando una tagarnina, sentado en un cuchitril del Bronx neoyorquino. Los códigos sociales de la América impecable debían ser respetados.

Ahora, de pronto, sabemos que nunca hubo dignidad. Solo apariencia. Un tipo como Harvey Weinstein, el hombre más poderoso de la industria del cine, no se detenía en las piernas. Las desnudaba, se desnudaba él, se masturbaba, las violaba o en el mejor de los casos, las toqueteaba cayéndosele la baba. Un gigante de la industria, 80 0scars en el haber de su compañía, lanzador de las carreras de algunos de los mejores (como Tarantino), padrino de actrices más que famosas, todo se le ha venido abajo, igual que sus pantalones.

Lo peor de todo es que en Hollywood se sabía. Hasta en la ceremonia de los oscars era preceptivo que los triunfadores lo mencionaran en sus palabras de agradecimiento. Todos lo sabían. Incluso el presentador de la ceremonia le dijo a la ganadora Meryl Streep, “mira, ya no vas a tener que agradecérselo a Harvey”. (Grandes risas). Antes sí, ahora que eres una megaestrella, no. Todos lo sabían y guardaron silencio durante décadas. Un silencio que ahora los hace tan culpables como Weinstein. No solo las mujeres violadas sino los hombres a quienes divertía esta porquería o cuando menos la consideraban inevitable, gajes del oficio.

¿Por qué nadie lo denunció? Es fácil de comprender: es el poder. El poder no necesita guardaespaldas, solo requiere la acumulación del miedo. Weinstein tenía la llave de las vidas y haciendas de muchos, de los mejores, que es lo más espantoso.

Llega uno a la triste conclusión de que hay un aspecto tenebroso en el manejo del poder, porque en demasiadas ocasiones, el poderoso quiere desvestir al suplicante, poseerlo, humillarlo, tenerlo debajo de la bota. Y el suplicante ni siquiera se da cuenta desde el primer momento. Y cuando rompe a llorar, está destruido.

Hay una delgada línea entre lo que es políticamente correcto (una corrección espantosamente falsa) y lo que es simple suciedad que no admite eufemismos. Weinstein, un fantástico productor de cine, está acabado no por ello sino por ser un depredador implacable (cuántos miserables más habrá).

Kevin Spacey. un maravilloso actor, está acabado no por ser homosexual sino por asaltar a indefensos (los lectores también recordarán que se decía de Cary Grant, maravilloso actor, que perseguía a los botones por los pasillos del Castellana Hilton; movía a risa, ¿no?). Tan indefensos como las actrices despojadas por el bueno de Harvey. Weinstein no volverá a producir películas; Spacey no volverá a actuar. Justicia hecha, pero qué desperdicio.