De nada sirve un café en tacita de plata, si el barrio en el que reposan los veladores con manteles de chantillí, donde nos lo tomamos, no tiene aún resuelto el alcantarillado. De poco o de nada sirve una playa cálida y soleada, con sus chiringuitos rebosantes de pescado, si el mar nos vomita como un insulto nuestros propios residuos mal reciclados. Como no sirve, tampoco, el más bello y valioso patrimonio monumental, si no podemos pasear por el tupido entramado de calles y plazuelas en el que se ubica, por miedo a que nos asalten delincuentes espoleados por la necesidad que esclaviza al tercer mundo -que también está dentro del primero-, o por las adicciones inducidas en víctimas enganchadas, que nos harán sus víctimas, por los intereses consumistas y amorales del primer mundo. Ni Nueva York se salva del terror que provocan los instrumentalizadores de la desesperación y los desequilibrios entre el mundo desarrollado y el subdesarrollado (tristísimo ver el vídeo de esos pobres turistas argentinos disfrutando de Nueva York en bici que fueron masacrados por ese lobo solitario, uno más con negrura en la cabeza). Por eso, de poco o nada sirve, en un mundo cada vez más globalizado, seducir con las mejores infraestructuras de ocio si son en sí mismas islas cerradas, sólo para unos pocos. Como un mundo ficticio dentro de éste. Como munditos de plástico que se esconden unos en otros. Como muñecas rusas que flotan en la marejada de un mar de realidades que se pretenden disfrazar y alejar.

La vida no es un decorado. Y cuando lo es, acaba con los telones empapados y rotos por el sudor o la sangre de quienes esconde. Por eso el turismo, como industria turística, no puede ser hoy poco sensible al entorno del que se aprovecha para obtener beneficios empresariales, ni mantenerse ajeno a los valores morales y políticos que condicionan esos lugares. Aquel impacto turístico ultramontano de los Sesenta, por ejemplo, de beneficio rápido y especulativo, no sólo ha dañado las costas y los cascos históricos donde se ´desarrollismó´, sino que ha estado a punto de mandar al traste la calidad de la industria turística, y de manchar con una imagen negativa en la era de la imagen el futuro del Turismo como sector económico blanco y de paz. Por eso los profesionales del Turismo no pueden mantenerse al margen del devenir sociopolítico del planeta, además del de los lugares -propios o ajenos- que pretenden explotar. Un mundo mejor posibilita un desarrollo turístico más sólido y duradero. Y un desarrollo turístico sensible y adecuado, con objetivos a medio y largo plazo, un mundo más atractivo y perdurable. Alejados por ello de un autismo intencionado de todo lo que no sean cifras, habría que apostar por equilibrar el desarrollo de una industria como la turística con los valores de personas y entidades que, en sus respectivos ámbitos profesionales y humanos, siguen representando la esperanza de que si se quiere se puede, y de que, si nos empeñamos, éste podría ser algún día mundo mejor. Y no es difícil creer que esto pudiera ser así para quienes tenemos la suerte de vivir en Andalucía.