Todo el mundo sabe que lo que hicieron los cinco hombretones de la Manada, en Pamplona, fue una vergüenza que no tiene nombre. Hubiera o no consentimiento por parte de la chica -eso tendrá que decidirlo el juez en función de las pruebas-, su comportamiento en el portal, en una calurosa madrugada de sanfermines, es para echarse a temblar de rabia y de asco. Sobre todo porque los cinco muchachotes estaban convencidos de que hacían una cosa muy divertida, de la que además alardeaban continuamente en las redes sociales. Tan orgullosos estaban que hasta grabaron lo que hacían con intención de colgar la filmación en Instagram. Son así de burros y así de idiotas. Ahora bien, como ciudadanos de un estado de Derecho, esos cinco homínidos se merecen un juicio con todas las garantías legales. Cualquier acusado, haya hecho lo que haya hecho -ya sea un crimen, una violación o un delito de corrupción política-, debe ser sometido a un juicio justo. Esto, que parece una obviedad, no lo es en absoluto. Al contrario, cada vez hay más gente que se opone a las garantías que ofrece la ley y que prefiere una justicia expeditiva en la que el acusado sea condenado sin remedio, haya pruebas determinantes o no las haya, con fundamentos jurídicos para hacerlo o sin fundamentos de ningún tipo.

Eso está pasando con una preocupante regularidad, sobre todo si se trata de casos de violencia de género o de corrupción política. En estos casos hay una corriente de opinión, cada vez más extendida, que pretende juzgar a los acusados por una especie de procedimiento sumarísimo -como en los juicios sin ninguna garantía legal del franquismo-, de modo que no haya posibilidad alguna de defensa y el acusado esté condenado de antemano. Y de esta forma, con la bienintencionada excusa de defender a las víctimas de la violencia de género o a los ciudadanos esquilmados por la corrupción, se está extendiendo una forma de pensar que despoja de todas las garantías legales a los acusados. Y para ello se intimida a los jueces, se montan manifestaciones a la entrada de los juzgados y se emiten condenas sumarias en las redes sociales. En Pamplona han ido más lejos aún y el Ayuntamiento ha montado una campaña publicitaria contra los cinco miembros de la Manada. Curiosamente, los miembros de la Manada no son pamplonicas sino sevillanos, y por tanto pueden considerarse “forasteros” o «extraños», y ya sabemos lo bien que funciona ahora la táctica de chillar contra los de fuera. Si los cinco integrantes de la Manada fueran navarros quizá el Ayuntamiento se hubiera comportado de otra manera. Pero la xenofobia siempre viene bien en estos tiempos histéricos. Y tanto que sí.

Si alguien se atreve a expresar la menor reserva contra este griterío justiciero, enseguida se le acusa de defender a los integrantes de la Manada y de ser un violador en potencia (o incluso en la práctica). Y lo mismo pasa si se trata de acusados de corrupción. Si alguien se limita a recordar que todo acusado tiene derecho a un juicio con todas las garantías legales, al instante se le considera un cómplice de los corruptos, o como mínimo alguien que está a sueldo de los partidos corruptos. El caso es negar cualquier posibilidad de defensa para los acusados, lo que supone negar también cualquier posibilidad de existencia de eso que llamamos el Estado de Derecho. Un concepto, por cierto, que cada vez nos cuesta más entender, como si fuera un complejo problema matemático -el último teorema de Fermat, por ejemplo- al que nadie consiguiera descifrar. Basta pensar en las cosas que se dicen y se hacen estos días con los acusados de la Manada, y habría que pensar también en todo lo que ha pasado con el «procés». Entre amplias capas de la población, el Estado de Derecho no parece gustar a nadie ni despertar ninguna clase de simpatía.

Es cierto que hay muchas cosas que funcionan mal en la Justicia. Es cierto que el sistema es lento y engorroso y casi siempre actúa con una irritante parsimonia. Es cierto que Iñaki Urdangarín está en Ginebra y que muchos acusados por corrupción todavía no han sido juzgados. Todo eso es verdad, claro que sí. Pero no hay justicia posible sin un sistema que defienda en todo lo posible a los acusados. O sí la hay. Pero se trata de la justicia de los estados totalitarios con sus juicios sumarísimos: sin testigos, sin pruebas, sin derecho a una defensa eficiente y con la condena establecida de antemano por quien gobierna el país o por las masas furiosas que se manifiestan en la calle. O lo que es peor, por la diabólica combinación del poder político que agita y manipula a las masas que vociferan en la calle. Y esto, que debiera aterrorizarnos a todos, es lo que parece gustarle ahora a mucha gente.