Uno de los efectos de la crisis de 2008 fue su traslación a la política, hasta el punto de remover consensos fijados tras la muerte de Franco. La aparición del movimiento 15-M (embrión de Podemos), el deterioro de la Monarquía (saldado con la abdicación del Rey emérito) y el desgarramiento territorial (cuya máxima expresión ha sido el, por ahora, frustrado anhelo de independencia en Cataluña) han sido algunos de estos fenómenos. Esta semana hemos asistido a la ruptura del último tabú: el del cupo vasco.

La aprobación de la nueva Ley del Cupo Vasco, para el período 2017-2021, prevé que las diputaciones forales paguen 1.300 millones anuales (250 menos que en la norma anterior), por las competencias no transferidas (como Defensa o Política Exterior). Numerosos expertos en financiación han puesto el grito el cielo, por considerar que la aportación es insuficiente. La novedad es que, por primera vez, dos formaciones, Ciudadanos y la valenciana Compromís, han votado en contra del Cupo (frente al apoyo de PP, PSOE, Podemos y nacionalistas).

La razón aducida por Albert Rivera es que el cálculo del Cupo es perjudicial para los intereses del Estado y, según su criterio, rompe con el principio de igualdad y solidaridad entre todos los españoles (algo que también es compartido por buena parte de los dirigentes territoriales del PSOE, a duras penas calmados por Pedro Sánchez).

Con posiciones como esta, Ciudadanos espera consolidar su ascenso en las encuestas (a costa del PP). Mientras, el PNV ve desbrozado el camino para apoyar los Presupuestos del Estado de 2018, pero observa con preocupación cómo empieza a cuestionarse aquel sarcasmo, según el cual, si a los vascos les pagan por ser españoles, ¡para qué se van a volver independentistas! La ruptura del último tabú podría cambiar ese estado de cosas.