Cada vez que no sé cómo comenzar un párrafo me levanto de la silla, salgo del periódico y vuelvo con un café solo sin azúcar y sin sacarina. Repito tanto la mecánica que en cinco panaderías cercanas me saludan como si fuera de la familia. Casi siempre vuelvo con una frase medio decente, así que la maniobra me sale rentable, así que no me puedo quejar del todo. De paso sostengo la economía de la zona y me preparan un homenaje los de la industria multinacional cafetera. Además el café no me causa insomnio porque ya era insomne antes, y podría ser peor porque peor es lo de Mestre. El 95 % de las veces que salgo o entro por la puerta me lo encuentro fumando en el umbral, que ya ni nos saludamos porque estamos aburridos de vernos y porque Mestre a la mínima te cuenta una de sus dos historias famosas: aquella vez que le quitó una banqueta a Félix el Gato en un bar de Getafe, donde estudiaba; y la triste marcha forzada de Camilo Sesto, porque por la calle le llamaban Camila, de Alcoi, donde vivía.

Cada vez bebo más café porque cada vez pienso más que todo lo he escrito ya antes, y lo que no he escrito aún lo habrán escrito otros y además mejor, seguramente. David Carr se aburría a sí mismo contando a los demás su historia, la que luego generó La noche de la pistola (Libros del KO, 2017). Carr era un periodista alcohólico y drogadicto, se curó y se convirtió en una persona de éxito. Le dolía caer en el tópico pero un amigo le consoló: «Claro, ya se ha dicho todo, pero no lo has dicho tú».

A los del fútbol nos pasa con Nick Hornby y es algo que comento a menudo con los amigos del oficio. Todo está en Hornby y casi todo suena tópico después de él. Lo de enamorarte de tu equipo con un punto de azar, como de tu pareja, y sin reparar en las consecuencias, lo escribió Hornby. Lo de acumular rutinas amables y supersticiosas lo escribió Hornby. Lo de la irremediable irracionalidad de nuestros actos futboleros, lo de pensar que los caminos de nuestras vidas avanzan en paralelo a los avatares de nuestro club, lo escribió Hornby. Lo de la estúpida incomprensión de los guardianes de la cultura, o que la gente por ahí se acuerde de ti cuando tu equipo es noticia, todo eso y más lo escribió Hornby. Estaba ahí antes de que lo leyéramos en Fiebre en las gradas incluso, antes de que lo escribiéramos después, antes de que lo pensásemos siquiera, y lo clavó en los subconscientes generación tras generación, flotando esas ideas en nuestras cabezas.

Gradas que meten goles, partidos que empiezan 1-0, estadios que remontan partidos. Cada vez que escucho algo de eso desconfío, porque tantas veces se da como no se da, pero cuando crees que ya lo has visto todo, que no te sorprende nada, cuando piensas que controlas algo, a veces pasan cosas que, joder, hostia, el fútbol, ¡fua! Cómo lo explicas sin los intangibles, cómo. Lo peor del fútbol es preocuparte por cosas que no dependen de ti, porque ahí no hay más final que la frustración. No sé cómo pero suele ocurrir: cuando ya te has convencido que todo depende en exclusiva de los que pisan el césped o el palco, que tú desde la grada solo miras, a veces pasan cosas que, joder, hostia, el fútbol, ¡fua! Cómo lo explicas sin eso que flota, cómo, esa atmósfera. No sé. Cuando el atentado de las Torres Gemelas, mi madre me despertó de la siesta para contármelo, como si yo pudiera hacer algo al respecto. Yo me di la vuelta y seguí durmiendo, y ojalá la respuesta fuera siempre tan clara. Lo difícil en el fútbol es tener lo que pedía el relicario aquel de Vonnegut: serenidad para aceptar las cosas que no se pueden cambiar, valor para cambiar las que sí se pueden y sabiduría para distinguir las unas de las otras.