Sucede que las personas que constituimos los seres humanos nacemos y nos criamos en un territorio concreto, en una época precisa y dentro de un grupo social determinado. Y de ello se derivan aversiones y simpatías, sentimientos negativos y sentimientos positivos.

Si nos paramos a pensar en los sentimientos positivos, encontramos los amores y amistades que nos han unido a otras personas, nuestro aprecio por ciertos paisajes y clima, y nuestra empatía con elementos culturales (gastronomía, música, creencias, lengua) que han constituido el ámbito moldeador en nuestra infancia y juventud.

Todos estos elementos, en cuanto unidos a valoraciones positivas, constituyen la base sólida de cualquier nacionalismo, entendido como el sentimiento de la pertenencia original a un grupo social de un lugar y un tiempo precisos.

Por otro lado, entiendo que es propio de los seres humanos no sólo la razón y la imaginación creadora sino también las decisiones libres. Por mucho que los neurocientíficos y filósofos intentan convencernos de que la libertad es una ilusión, cualquiera de nosotros (incluidos esos neurocientíficos y filósofos) tiene la vivencia psicológica de que frecuentemente decidimos por nosotros mismos e incluso hacemos lo que queremos. Y en todo caso, hasta ahora las sociedades humanas premian y castigan creyendo en la existencia de decisiones libres.

Pero también parece cierto que estas decisiones libres están al servicio o bien del egoísmo o bien del altruismo. Dicho de otra manera, cada persona puede girar en torno a su yo, pero también puede avanzar desde su yo hacia un grupo de otros, que puede ser cada vez más amplio. Aquí está, me parece, el meollo de lo humano. A saber, los seres humanos, utilizando nuestra razón e imaginación creadoras, podemos forjar sociedades cada vez más amplias hasta llegar incluso a la sociedad humana universal. Actualmente, y merced a los extraordinarios medios de comunicación que hemos creado, tenemos una sociedad que llamamos ‘global’ y que debería constituir una auténtica sociedad universal. Para ello no basta con la comunicación sino que es necesaria la fraternidad, basada en el altruismo.

Lo que intento decir es simple. El nacionalismo, vivido como el sentimiento de la pertenencia original a un grupo social particular, es ciertamente humanismo cuando los componentes de ese grupo particular, a través del altruismo de sus decisiones libres, avanzan hasta vivir el sentimiento de la fraternidad universal. En cambio, si vivimos el nacionalismo como un sentimiento de pertenencia original a un grupo social, pero de tal manera que cultivamos el egoísmo y, con él, los sentimientos de ser distintos (e incluso superiores), entonces ese nacionalismo no es humanismo.

*Martínez-Freire es Catedrático Emérito de Lógica de la UMA y exprofesor de las Universidades de Salamanca y Complutense de Madrid