Ha muerto Rubén Darío, un escritor de tan sólo 12 años que colaboraba literariamente con el programa de Onda Cero, Te doy mi palabra. Me encantaba escuchar a este jovencísimo autor paraguayo por su vitalidad y su extenso verbo, por su ilusión y su capacidad expositiva, por su empatía y su redicha delicadeza. Era un auténtico disfrute oírlo charlar con Sánchez-Dragó, explicar grandes obras a través de los ojos de un niño, contar cómo la lectura era un pasaporte para viajar mentalmente y evadirse de la rarísima enfermedad que le empadronó en un hospital sevillano hasta acabar con su corta vida. A pesar de su edad y sus limitaciones tuvo tiempo de publicar cuatro libros de cuentos y una novela histórica, conoció personalmente a Cercas, Iwasaki o tantos otros primeros espadas del oficio, y dio charlas en las que plasmaba su infantil y reposado criterio.

Lo pienso y siento cierta envidia de Rubén. Qué grandeza conseguir en 12 años lo que muchos no rozarán, ni de lejos, aunque ronden el invierno de su presencia. Este niño fue consciente de su caducidad, de su sueño y de su esencia, y a las tres dedicó su existencia. Cuántos pueden decir lo mismo. Más allá de su huella, que también, deberíamos tener muy en cuenta a Rubén Darío como ejemplo de vida, pues nos enseña a afrontar la adversidad y hace bueno aquello de que no es más grande quien más espacio ocupa sino quien más hueco deja. Pasan los días, los meses, los años y nos sumimos en el síndrome de Salomón, aquel por el que no cultivamos nuestros dones, sin despertar pasiones ni envidias, y tampoco perfeccionamos nuestras habilidades por miedo a resaltar y ser expulsados del grupo mayoritario, prefiriendo la sensación de permanencia antes que buscar el camino que nos hará especiales y felices. Y así, tristemente, un día echaremos la vista atrás y descubriremos que hemos vivido para otros, que hemos desperdiciado nuestro tiempo, que hemos regalado nuestros talentos, que no hemos hecho nada digno de ser recordado, en definitiva, que hemos silenciado nuestro ruido interno para no molestar el descanso del respetable y hemos llegado a la vejez tras una vida inocua y olvidable, por no decir desaprovechada y prescindible.

Hay quien lo llama crisis personal, ya sea de los 40 o de los 60, pero nunca es tarde para replantearse qué hacer, para desoír a la mayoría y empezar a pensar en uno mismo sin importar los diretes. Entre el agrado y la aprobación tiramos por la borda lo que de verdad nos llena, lo que realmente nos hace únicos y, usted los sabe igual que yo, podemos bajarle el volumen a esa voz interior, pero nunca conseguimos enmudecerla del todo. De una forma u otra siempre consigue hablarnos, pedirnos responsabilidades y exigirnos que, más pronto que tarde, demos un paso adelante para empezar a parecernos a lo que un día quisimos ser.

Supongo que es cuestión de arrepentimiento. Imagino que llega un momento en que nos paramos, encontramos un rincón en el que hacer examen de conciencia y nos arrepentimos de haber dejado pasar los días. No me fio de la gente que dice que no se arrepiente de nada, o son unos advenedizos o tienen el cáncer de la indolencia, cualquiera de las dos opciones me resulta rechazable. Todos tenemos un momento en que no debimos callarnos, en que no debimos obedecer, en que no debimos seguir la corriente, y de eso siempre hay que arrepentirse.

Rubén Darío tenía 12 años y fue consecuente con sus circunstancias pues, como un Sísifo que vence su condena, tuvo la fuerza necesaria para hacer de la vida su vida, alterando un guión determinista a base de hadas y duendes, valientes caballeros y mundos desconocidos, aventuras y misterios, o lo que es lo mismo, leyendo y creyendo tanto en sí que alcanzó el poder de reescribir a su manera los renglones torcidos de Dios.

Todo un ejemplo, toda una vida de libro.