La inmigración es un problema de todos. De los países de destino y de los de origen. De los primeros por las avalanchas que se producen de aquellos que buscan salir de la miseria, conflictos armados y penurias que, arriesgando su vida deciden poner rumbo a lo desconocido. Siempre será mejor que aquello que conocen y de donde parten. En los países de origen el problema es precisamente ese, la situación que se vive allí, donde a veces la vida no vale nada.

España, por su proximidad con África es un país de destino, es entrada en Europa, en esa Europa sin fronteras interiores pero, por necesidad, reforzada con fronteras que delimitan el espacio único europeo a virtud del Acuerdo de Schengen, y nuestro país es frontera exterior.

Nos pese o no, se hace necesario llevar a cabo políticas migratorias dentro del territorio de la Unión Europea, regulando los flujos de inmigrantes y limitando, en función de la política única comunitaria, los cupos máximos a otorgar de permisos de trabajo y residencia, de lo contrario esto sería el caos. Ningún Estado podría soportar un régimen de fronteras abiertas, si bien estas limitaciones a la entrada discriminada deben ir, y van, compensadas con ayudas a la cooperación internacional de esos países que no terminan de despejar su horizonte desarrollado.

Ahora bien, luchar contra la inmigración ilegal no es óbice para actuar con escrupuloso respeto a los derechos humanos incluso ante la masiva llegada de inmigrantes, y España lo hace desde el mismo momento que se rescata en alta mar una patera o se ingresan a los rescatados, porque así viene regulado legalmente, en centros de internamiento.

Pero cuando la llegada de inmigrantes es masiva e imprevista como el pasado fin de semana la ocupación de los CIE se ve desbordada y hay que buscar, de inmediato, soluciones alternativas que garanticen ofrecer condiciones dignas, sanitarias y acorde con nuestro modelo social a aquellos que llegan de forma súbita. Así ha ocurrido con los alojados en el edificio que en un futuro será destinado a centro penitenciario en Archidona. Pero mientras se le da destino previsto no es una cárcel, es simplemente un inmueble, como podía haber sido cualquier otro que reuniera condiciones aptas, donde los inmigrantes no están sometidos al régimen penitenciario porque los allí alojados provisionalmente no son delincuentes, a pesar de la demagogia de algunos en vender lo contrario. La anticipada puesta en funcionamiento del CIE provisional ha acarreado sus dificultades, nadie lo duda, pero de ahí a dudar que el Gobierno de la nación vele por el respeto a los derechos y dignidad de los internados hay un trecho.

Igual consideración merece la Junta de Andalucía, responsable de los centros de menores inmigrantes, a éstos, precisamente por ser menores no los custodia el Estado, sino la comunidad autónoma y no se internan en los CIE. A pesar de que en Andalucía algunos tienen triplicada su capacidad, los menores no duermen en camas sino en los pasillos y zonas deportivas con colchones en el suelo, falta personal que vigilen y eviten altercados entre ellos, es de suponer que igualmente es por una situación sobrevenida e inesperada y no porque el Gobierno autonómico así lo quiera. Nadie controla la llegada ilegal de inmigrantes. Lo que sí es controlable es el verbo, y si el PSOE cuestiona al PP por utilizar el edificio de Archidona, que aun no es una cárcel, debería mirarse el ombligo y mirar las condiciones de hacinamiento, incomodidad e incluso inseguridad a que tienen sometidos los menores en los centros que gestiona que, dicho sea de paso, muchos de ellos también son inmigrantes.