Vladimir Nabokov, en los años de su portentosa etapa norteamericana decía que la única ventaja que un escritor podría sacar de su colaboración docente con una universidad estadounidense era el acceso privilegiado a las espléndidas bibliotecas de esas instituciones. En la Universidad de Cornell encontró un verdadero filón de obras científicas del siglo XIX. Entre ellas las dedicadas a los hermanos siameses. Decidió comenzar una novela sobre ellos, dividida en tres partes. Véra, su mujer, le advirtió. «No la terminarás». Ella solía acertar.

Aunque Vladimir Nabokov tenía serias dudas sobre su idoneidad como profesor, recuerdo haber oído a gente de Cornell, hace ya muchos años, que el escritor dejó una huella memorable entre los estudiantes. Nos contaba el gran John Updike que uno de los alumnos de Nabokov, Ross Wetzsteon, nos dejó un elocuente testimonio en la revista TriQuarterly. Evocó unos momentos mágicos entre el maestro y sus alumnos cuando con una pasión casi volcánica les instaba, para cuando entraran en contacto con la literatura con mayúscula y en estado de gracia€»¡Acariciad los detalles!».

Cuando regresaron definitivamente a Europa, Véra Nabokov sugirió que las ventajas de pasar el resto de sus vidas en un hotel agradable superarían ampliamente los encantos de una hermosa residencia privada. Suiza era para ambos su primera opción. Sobre todo los cantones de habla francesa. Nabokov sentía con auténtico pesar que su alemán no estaba a la altura de su ruso o su inglés. El alemán de Véra volaba como un águila real sobre el suyo, más básico. En sus primeros años de «emigré» en Berlín el maestro daba clases de tenis, francés e inglés. Un día le confesó a John Updike que «al mudarnos a Berlín, me acometió un miedo espantoso que se me estropeara mi precioso sustrato ruso aprendiendo alemán con soltura». Era obvio que para Nabokov el idioma ruso era su precioso tesoro, lo único que había podido salvar de su antigua patria.

No lo dudaron. A partir de 1961 el Montreux Palace sería su casa. Para siempre. Ya avanzado el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau descubrió un paraje idílico en la pequeña localidad de Montreux, en las riberas septentrionales del lago Léman. Las cumbres alpinas en la orilla opuesta y las colinas y montañas que rodeaban aquellos caseríos diseminados junto al lago y el castillo de Chillon, entre pintorescas arboledas, viñedos y cultivos no sólo eran de una gran belleza. Además garantizaban a Montreux un clima suave. Allí escribió Rousseau La Nouvelle Héloïse. Medio siglo después, en 1816, Lord Byron compuso, cerca de aquel majestuoso castillo medieval que le había inspirado The Prisoner of Chillon.

El famoso y elegante hotel, una de las joyas del lago Léman, o el lago de Ginebra, como lo llaman en la Suiza de habla alemana, había logrado cautivar al matrimonio Nabokov. Entre otras cosas, por las vistas del lago y las montañas y por su arquitectura neo-clásica. También por sus salones y sus cuidados jardines. Incluso por los famosos toldos amarillos que protegen sus ventanas. Todo era perfecto. A pesar de que la bella ciudad de Montreux es el único lugar del lago Lemán que tiene la desgracia de tener que soportar un monstruoso bloque de apartamentos en la misma orilla del lago. De todas formas, no deja de ser algo extraordinario que ese edificio sea la única muestra de la poco agraciada arquitectura de la segunda mitad del siglo XX a lo largo de más de 73 kilómetros. Los que hay entre los dos extremos del lago.

Durante décadas, la pasión de los Nabokov por su hotel fue en aumento. Sobre todo desde que decidieron trasladarse a una «suite» de habitaciones en la sexta planta. Ésta sería su hogar hasta el final de sus días. Un hogar con vistas espléndidas sobre el lago y las montañas vecinas. Sin olvidar dos cosas muy importantes: que a través de un toque de timbre tenían a su disposición el legendario servicio de uno de los grandes hoteles suizos. Y la segunda fue que mi buen amigo, Alfred Frei, el director general del Montreux Palace, les había autorizado para que una estupenda cocinera vecina de Montreux, Madame Furrer, les preparara cada día la comida familiar en la cocina privada de su apartamento.

Por cierto, Suiza fue para los ellos algo más que un país bellísimo, limpio y ordenado. Les tranquilizaba vivir en un lugar donde los que gobernaban no eran ni sus enemigos, ni tampoco sus amigos. Y mucho menos unos peligrosos y descerebrados fanáticos o unos desalmados cleptócratas.

El genio múltiple que era Vladimir Nabokov, (no sólo fue un escritor imprescindible en la gran literatura en inglés o en ruso, también fue un muy respetado entomólogo) tuvo la suerte de tener un biógrafo a su altura: el profesor Brian Boyd. Nos relata éste que Véra Nabokov le había dicho que la mencionara lo menos posible en la biografía, ya que su marido «tuvo el buen gusto de dejarme siempre fuera de sus libros». Aunque ella hubiese sido fundamental en la vida y en la obra literaria de Vladimir Nabokov. Entre otras cosas, por haber salvado de las llamas a manuscritos que su marido intentó destruir. Esas obras son ahora patrimonios de la literatura universal. En aquel barrio elegante del San Petersburgo de principios del siglo XX, donde la familia Nabokov tenía su casa en el 47 de la calle Morskaya, también vivía la familia Slonim. Véra, la segunda de las hijas no conoció entonces al joven Vladimir.

Vladimir Nabokov falleció en julio de 1977. Véra Nabokov falleció el 7 de abril de 1991. Sus restos reposan junto a los de su marido a 700 metros escasos del Montreux Palace.