Saber aconsejarse bien, o eubulia, es una virtud ligada a la prudencia desde Aristóteles. Tomás de Aquino la incluyó ente sus principales componentes. El pensamiento tomista especificó además que la eubulia no consistía solamente en pedir opinión, sino en solicitar consejo a quién esté en condiciones de emitir un juicio certero sobre las cosas, sopesándolas. Es imprudente, por tanto, actuar sin contar con el parecer de aquellas personas con criterio que se tengan al alcance, porque garantiza el error en la decisión que se adopte.

En no pocos asuntos de actualidad, esta ausencia de eubulia está siendo determinante. Piénsese en los sucesos de Cataluña, en los que los sediciosos se dejaron asesorar por quienes les han convertido en presos o prófugos. Lo grave del asunto es que esos nefastos consejeros no han sido hasta el momento sometidos a ningún reproche, cuando es notorio que fueron los que, entre bambalinas, planificaron un estado de cosas que ha conducido al desastre que conocemos. Los rasputines jurídicos que plantearon este sensacional desafío a la ley, por ejemplo, han desaparecido del escenario del crimen, tras ser convenientemente satisfechos sus honorarios.

La trascendencia de un buen consejo alcanza a todos los ámbitos, pero mucho más a aquellos con repercusiones públicas. No dejarse aconsejar o desacertar en la elección del asesor conduce invariablemente al desastre, mientras que lo contrario contribuye al éxito, como se ha visto en la historia. Nos cuesta recordar el nombre de los monarcas a los que sirvieron insignes consejeros a lo largo de los tiempos, como Richelieu, Mazarino, el conde duque de Olivares, Cisneros o el duque de Buckingham, porque la influencia de estos resultó decisiva a la hora de guiar los designios de sus respectivas naciones, eclipsando a los titulares del poder.

En la actualidad, los gabinetes están repletos de asesores, motivo de habitual crítica ciudadana por el alto coste que suponen. Siempre he pensado que lo importante aquí no es tanto la cantidad como la calidad, porque un buen consejo de un buen consejero ahorra mucho a cualquier gobierno. Ahí están para corroborarlo los equipos de apoyo a las principales cancillerías internacionales, abarrotados de especialistas con reconocida autoridad en cada uno de los ámbitos. Sin ellos, hoy, no resultaría posible afrontar infinidad de cuestiones que precisan del necesario aporte técnico y eso que tampoco logran acertar en todos los casos.

El problema surge cuando los que mandan no se quieren dejar aconsejar o cuando insisten en deliberar con quienes carecen del oportuno grado de rigor o conocimiento. Ese déficit de eubulia no solamente arrastra repercusiones perjudiciales en su esfera personal, sino también institucionalmente, provocando fatales efectos en las administraciones o en aquellas estructuras que dirijan.

Todos sabemos, en el contexto en el que cada uno se mueve, quién goza de capacidades para dar consejos acertados y quién no. E igualmente conocemos a dirigentes alérgicos a todo aquello que no salga de sus propias entendederas, grandes o pequeñas. Insistir en estos comportamientos, además de insensato, nos lleva siempre a lo peor, como se ha visto en la calamidad catalana y tantísimos otros temas que afectan a los sujetos públicos, partidos políticos y hasta a comunidades de vecinos.