Acabo de volver de Londres y se lo cuento ahora, a Big Ben pasado, que ya tengo permiso de mi mujer para hacerlo, el contárselo a ustedes, y es que mi señora piensa que si subo a Facebook una foto en tiempo real posando en Picadilly o junto al oso de Harrods, en algún lugar de Europa despertará una célula de expertos ladrones albanokosovares que llevan un año acechando mi red social esperando la oportunidad para ir a mi casa y robarme los gayumbos de la suerte y la receta del guacamole, que son mis dos bienes más preciados. Yo le digo que no hay qué temer porque los gayumbos siempre viajan conmigo y la receta la guardo en mi memoria, justo entre la fecha de mi boda y dónde he aparcado el coche, pero aún así no me deja hacerlo, el contárselo a ustedes, otra vez.

El motivo del viaje era asistir el domingo a un concierto de Loquillo en el Teatro Grand, justo frente al recomendable pub The Junction, pero la cosa empezó mal el viernes. En la tómbola de esos apretujados vuelos baratos me tocó en el asiento contiguo un joven de apariencia moderna, de esos con tobillos remangados, camiseta molona y barba cuidada, incluso iba leyendo algo de Ruiz Zafón. Todo parecía ir bien, pero cambió tras el primer bostezo. El chaval tenía el peor aliento que la raza humana haya conocido. Si ustedes meten una cabra podrida en un bidón de alpechín no se acercarán, ni de lejos, al insoportable hedor. El problema es que aquello de Ruiz Zafón no debió parecerle muy entretenido y los bostezos se intercalaron en el aire cada tres minutos. Como para preferir la muerte a pellizcos.

Yo tengo un don, o una condena, según se mire, y es que en ese tipo de situaciones se me dispara la imaginación, me sugestiono y puedo llegar a provocarme el vómito o un infarto, según se tercie, así que mi mente me jugó una mala pasada y empecé a fantasear con un accidente aéreo. Ya me vi estrellado en un descampado inglés a millas de la población más cercana, en mitad de la nada, malherido y con la mala suerte de que mi vecino de butaca acabó pegado a mí, inmóvil y abrazado, mejilla con mejilla, medio muerto pero respirando profundamente, babeando sobre mi cara en cada estertor, esperando durante horas a ser liberado de aquél amasijo de hierros, rezando para que una explosión acabase de una vez con semejante tortura. Un infierno en vida. Pero conste que mi señora también sobrevivía, que mi mente es juguetona pero no rencorosa. Tras casi tres horas de abanicarme exactamente cada tres minutos con el cartelito de instrucciones plastificado, el que hay en el respaldo y es muy útil en caso de prenderse fuego en cabina, aterrizamos sin mayores incidentes.

Dudo mucho que aquél joven haya vuelto de Londres. Habrá fallecido de una septicemia o acuchillado por acercarse demasiado a alguien y preguntarle dónde queda Trafalgar Square. A buen seguro que el guiri de turno ni habrá dejado terminar la frase y le habrá bastado un excuse me where para asestarle la merecida puñalada. Cuestión de defensa propia alegará en juicio con éxito.

Una vez en Londres pues eso, como todos los Londres. Fin de semana de turisteo, compras típicas, algún que otro vino caliente navideño, mucho sorry, el deleznable fish and chips, acordarse de la armada invencible, comparar el alumbrado con el de calle Larios, aguantar al finolis de siempre diciendo que el parisino mercado de las pulgas es más interesante que Camden, y disfrutar de los maravillosos puestos ubicados a los pies de la noria del Támesis.

Llegó la tarde del domingo y se abarrotó el mítico local. Por megafonía se oyó un pasodoble español que puso los pelos de punta a los exiliados y Loquillo entró en escena para darlo todo a un público entregado. Corear el Cadillac solitario en un pequeño teatro londinense con una pinta de cerveza tibia en la mano hace que hasta el viaje de ida valiera la pena.

Hoy empieza el puente y puede que usted, querido lector, vaya camino de Londres. Hágame caso, si ve a un joven barbudo y despistado con un libro de Ruiz Zafón, corra, huya so pena de muerte, porque ya no estará allí Loquillo para resucitarle.