La semana pasada acudí a mi periódica cita en la peluquería. El ambiente era amenizado por una conocida emisora musical, hasta que, repentinamente, un ruido atronador irrumpió en el local proveniente de la calle, acallando brutalmente la radio del peluquero. Éste procedió a apagarla sin ningún comentario, como si formase parte de su rutina. Había llegado la hora en que el músico callejero de la plaza del Carbón conectaba su amplificador y comenzaba a actuar. Este país tiene un problema serio con el ruido. Somos escandalosos, lo cual puede constatarse con facilidad allá donde haya varios grupos de diversas nacionalidades entre las que se incluya la nuestra. Pero el ruido tiene repercusiones sobre nuestro descanso y afecta al equilibrio de nuestro sistema nervioso. Esto no es una valoración subjetiva, sino que puede medirse. El nivel de intensidad sonora se cuenta en decibelios que, como toda unidad acuñada por la ciencia, es neutra; a partir de un cierto umbral, el sonido deviene en intolerable, independientemente de cuál sea su fuente, tanto si se trata de los motores de un Boeing que se aproxima a la pista de aterrizaje, de un coro de borrachos a altas horas de la madrugada, de la megafonía navideña/feriante de titularidad municipal o de los golpes nocturnos de un balón contra el tablero de una cancha de baloncesto. Somos desagradablemente propensos a tolerar el ruido y a establecer excepciones cada vez que se intenta poner coto a los excesos. Pero no es de recibo dejar cargar la solución del problema sobre los sufridores de un tormento que les daña, apelando a su consentimiento. Si el derecho al descanso y el de practicar un deporte entran en conflicto, debe buscarse una conciliación sin que la salud de nadie sufra menoscabo.