Jerjes I, rey de reyes, atravesaba Anatolia camino de invadir Grecia cuando se detuvo frente a un gran árbol: un plátano de sombra. «Frondas tiernas y bellas / de mi plátano amado, / ¡que os favorezca el destino! / Nunca fue la sombra / de una planta / más querida / y amable», entonaba Jerjes en Ombra mai fu, la más célebre aria de Haendel. Se dice que Agamenón plantó un plátano en Delfos, y Homero narra los sacrificios que Ulises dedicó a los dioses junto a un plátano sagrado. El árbol bajo el cual Hipócrates enseñaba medicina en la isla de Cos pertenecía a esta especie, igual que los que crecían en la Academia de Platón; lo sabemos gracias a Plinio el Viejo. El polen encontrado en la lava de los jardines pompeyanos era de plátano. Horacio y Cicerón nos hablan de los plátanos que poblaban los vergeles de Roma; Hafiz componía sus poemas a la sombra de los plátanos de Isfahán, y Boccherini sus quintetos bajo los de Aranjuez.

Puede que olivos y cipreses definan el paisaje mediterráneo, pero la civilización grecolatina se ha escrito bajo la copa majestuosa de los plátanos. Claro que milenios de exposición a los acordes, hexámeros y cuartetas de los más grandes han vuelto a nuestro árbol refinado y sensible. Prospera esplendoroso en ambientes cultos, pero se vuelve frágil y quebradizo cuando ha de vérselas con concejales que decretan podas extemporáneas y operarios de parques y jardines que las aplican a serruchazos. Por eso, cuando nuestro ayuntamiento afirma que «el plátano no se adapta a nuestro clima», comprendemos que habla en sentido figurado, y que con esa palabra no se refiere a pluviosidad y temperatura sino a otra de sus acepciones: «circunstancias o condiciones de un lugar». Al clima municipal, vamos. Ay, si Jerjes el Grande levantara la cabeza.