Mujeres del mundo, sois afortunadas, estáis de enhorabuena. El domingo se sentó la periodista Samanta Villar en el Chester de Risto para explicaros algo que ni imaginabais: la maternidad es un sacrificio. Menos mal que ha llegado ella para quitaros la venda e iluminaros con su verdad en una mentira que os han contado durante siglos. Un Nobel para Samanta, ya.

Según la sufrida madre de mellizos, a ella sólo le contaron lo bonito, lo de color de rosa, pero nadie le anunció la dureza y entrega absoluta que suponía eso de la crianza. Desde un tono altanero, sin aceptar que otra mujer pueda opinar distinto a ella y en clara postura defensiva, llegó a afirmar que la falta de sueño y demás inconvenientes le hacían sentir una fibromialgia real, y que si alguien le hubiera advertido de lo desconocido se replantearía su maternidad. En definitiva, soltó las perlas suficientes como para incendiar las redes, alimentar la polémica que le acompaña en cada uno de sus programas, promocionar su libro y conseguir que yo esté hoy y aquí perdiendo mi tiempo con ella. Eso sí se le da muy bien.

Se cree muy moderna Samanta en su quehacer diario. Busca seres singulares, especiales, televisivos, les pone un micrófono, les graba dando su testimonio de vida, sus minutos de gloria, y los exhibe con una naturalidad pasmosa haciéndonos creer que la normalidad es eso. Pero olvida Samanta que esa idea es casi tan antigua como la propia maternidad, pues ya lo hizo, y mucho mejor que ella, Jesús Quintero con sus perros verdes y sus ratones coloraos.

Creo que la señora Villar no ha calculado la estrategia y ha errado el tiro porque, al menos yo, saco una conclusión clara. Alguien como ella, que se vanagloria de investigar y contrastar, de buscar lo digno de ser mostrado o de entrar donde nadie quiere para revelar la verdad, admite sin paliativos que ni siquiera se informó sobre lo más importante, el milagro de la vida y sus consecuencias; así que partiendo de esa premisa, del hecho reconocido de que Samanta es de las de consejos vendo que para mí no tengo, cualquier cosa que me quiera ofrecer esta periodista siempre tendrá esa pátina de postureo, de espectáculo, ese tufo a ficción irreal que borra de un plumazo la credibilidad. Cómo voy a creerme a alguien que pasó 21 días viviendo la vida de otros pero no dedicó ni un minuto a aprender una verdad absoluta, incontrovertida y transversal. Cómo voy a creerme a alguien que ha demostrado vivir tan alejado de una realidad tan conocida y compartida. Es que mi madre no me contó la verdad, se excusó Samanta con tono afectado. Muy periodístico, muy profesional, muy lógico.

Un merito sí le reconozco a la periodista, y es el haber sido consecuente. Me refiero a aquel programa que hizo en sus propias carnes sobre la gestación y posterior alumbramiento de sus dos retoños. Ahí decidió convertirse en personaje, dejando claro que se toma a sí misma como una de esas personas que nos muestra, colocándose a la altura de todos y cada uno de sus peculiares protagonistas. Una declaración de intenciones que, no me lo negarán, merece un aplauso.

Doy por hecho que los mellizos de Samanta crecen y crecerán felices, sanos y fuertes, rodeados del infinito amor de su madre, quien, equivocada o no en el modo de exteriorizar su flamante experiencia vital, demuestra ser una leona con sus inquietas crías. Pero pienso en esos cientos de padres y madres a los que el destino entregó un bebé enfermo, con escaso pronostico de cura, de los que precisan de una asistencia integral, continua y de por vida. Un hijo, por ejemplo, con parálisis cerebral o alguna anomalía genética e impeditiva. Pienso en ellos y ellas, en su fuerza inquebrantable, e intento imaginar qué pensarán cuando Samanta les dice que la maternidad te destruye la vida porque ha pasado de periodista a cuidadora o que vive en un pozo porque lleva un año y medio sin dormir.

Samanta, yo no soy madre, pero desde aquí te mando una humilde propuesta. Como no es lo mismo contarlo que vivirlo, intenta vivir durante 21 días, sólo 21 días, el drama y la intensidad de cuidar a un niño gravemente enfermo, de sentir la angustia existencial y sin fecha de caducidad de temer qué le pasará si tú faltas. Pero no lo emitas, ni siquiera lo grabes, tampoco nos escribas otro libro al respecto. Guárdatelo para ti, que falta te hace.