La sociedad es un inmenso teatro en el que la vida transcurre. A veces la sociedad es alta, a veces anónima, limitada o en comandita; a veces es civil, de gananciales o conyugal... Por asimilación, hay otras sociedades que agrupan universos específicos, léanse, por ejemplo, las sociedades gastronómicas vascas, que debieran ser elevadas a los altares, y otras de carácter secreto y ocultistas -y menos ocultista- que se autodefinen como los todopoderosos guardianes de los poderes ocultos del orden universal.

Excepto por el último invento mercantil, el de la sociedad unipersonal, cuya denominación, en purismo, es un constructo cortito de entendederas y con poco recorrido lingüístico, aun a riesgo de darle la vara, generoso lector, llamo expresamente su atención, sobre el particular de que, a pesar de la antífrasis del mal constructo ´sociedad unipersonal´, no hay que confundirse. No todo lo que se agrupa alcanza la categoría de sociedad. Por ejemplo, las cajas de mantecados no son sociedad. Por muchos mantecados y variedades de estos que incluyan, no es de rigor denominar sociedad a una agrupación de mantecados. Cosa injusta e impensable en estos tiempos en los que hasta los partidos políticos más polarizados entre sí encuentran vías para agruparse en sociedad. ¿Qué tiene un partido político y sus huestes que no tenga un mantecado...?

En este sentido, la discriminación que sufren los pobres e inocentes mantecados navideños es, cuando menos curiosa y criticable. A ellos, silentes y auténticos, evocadores y nutricios, seña gastronómica de identidad de uno de nuestros atavismos más enraizados, no les es reconocida la facultad democrática de agruparse en sociedad. Sin embargo, cuando los más impresentables imbéciles del planeta deciden apartidarse, siempre es posible... A todas luces, me parece inapropiado el ninguneo a los mantecados, especialmente, por lo respetuosos que se muestran en sus relaciones con nosotros y por cómo impiden que digamos tonterías mientras los engullimos. Nadie puede ser mal dicente con un buen mantecado en la boca. Cuando los mantecados cumplen su función primera, nos obligan a callar. Ningún momento más discreto que el de un humano con un mantecado en la boca. Da igual cuántas veces intentemos contradecirlo, el mantecado en la boca siempre se erige en la mejor vacuna contra la necedad verbal. Y a pesar de ello, los ninguneamos. ¿Por qué los mantecados no tienen el mismo derecho que nosotros, los individuos más listillos del Universo? Deplorable e inadmisible.

En mi dilatada carrera viajera he podido constatar sobradamente cómo bollos amasados y azucarados de distintos colores, tamaños y castas pretendían presentarse como los mantecados que no eran. Pero jamás lo consiguieron. Ellos, los mantecados, no permiten impostores en sus dominios. Los falsarios nunca fueron bienvenidos en el mundo de los mantecados. El que es mantecado, es mantecado y nunca otra cosa. En cambio, en el nuestro mundo, como en las zapaterías, hay variedad. Desde aspirantes a malhechores piráticos, hasta doctorados cum laude en fullerías, hay de todo: ventajistas, vendehúmos, pintamonas, soplagaitas, majaderos, papanatas, pasmados..., vestidos de Armani, con declarada afectación salvapatrias, que actúan de eso que los francoparlantes denominan soi-disant, es decir, sedicentes, o sea, esa tribu de hipócritas con dobladillo y doble forro que pretenden ser lo que no son, ni serán en las próximas cinco mil vidas, como poco.

La especie de los sedicentes a la que me refiero, viene de antaño. Digo yo que debe ser tan antigua como la torpeza social, porque si cuando los sedicentes decidieron aplicarse al creced y multiplicaos la listeza hubiera estado allí, los supercheros no habrían tenido oportunidad de llegar a ser tantos como son, que son legión, especialmente en estas fechas en las que las intenciones, los deseos, las promesas..., se disfrazan con rozagantes mantos de fulgentes lentejuelas para brillar momentáneamente.

Cada año, por estas fechas, me prometo que será la última, pero el asunto me puede... Ante la ausencia de verdaderos presidentes, ministros, consejeros, secretarios, gerentes, tertulianos, articulistas... y la presencia de sucedáneos, o sea, sedicentes, siento un irrefrenable deseo de verlos convertirse en mantecados. No, no por aquello de disfrutar comiéndomelos, que también, sino porque si fueran mantecados no harían posible la mendacidad verbosa con la que nos mantienen a rumbo fijo de colisión con el ser humano que llevamos dentro.

La verdad, uno, que es un aplicado aprendiz de la sindéresis, puesto a elegir, entre sedicentes y mantecados, lo tiene claro, mantecados siempre...