La patraña de la economía colaborativa se ha inflado hasta el extremo de que se necesitan decenas de sentencias y centenares de abogados, para sentenciar que la empresa de transportes Uber es una «empresa de transportes» y no solo una ONG que explota a sus empleados en condiciones tercermundistas.

La superchería de la bondad intrínseca de cualquier iniciativa fabricada digitalmente procede de los militantes en las sectas sociales, a veces llamadas redes. En su ignorancia radical, trabajan gratuitamente para gigantescas compañías, bajo la coartada de que alimentan su vanidad.

Además, los adictos a la religión depredadora GAFA -Google, Amazon, Facebook, Apple- transpiran un instinto de superioridad casi sobrenatural. Sienten el soplo del espíritu, mientras acatan una supremacía que no tiene nada que envidiar a los robber barons de un siglo atrás, por citar una expresión de traducción superflua.

Una vez que el Tribunal de Justicia de Luxemburgo ha situado el fenómeno en su dimensión estrictamente económica, los espiritistas que no espiritualistas de las sectas sociales harán bien en repasar el rosario de accionistas de Uber. Allí encontrarán bancos como Morgan Stanley o Goldman Sachs, que siempre se han distinguido por su visión solidaria. También han aportado miles de millones de euros los fondos soberanos de Arabia Saudí y China, cuyo compromiso con los derechos humanos es la envidia del planeta.

Pasando del telescopio al microscopio, la asamblea de los taxistas demuestra que no aspiran a liquidar Uber, sino a sustituirla. De nuevo, se trata de copar la actividad con licencias limitadas, en contra de los principios de libre competencia que animan a la UE. Si al lado de un bar se puede abrir otro bar sin que el anterior tenga derecho a protestar, no existe impedimento para que se pueda obrar de igual manera con todo tipo de comercio o de transporte. De hecho, así predica Bruselas, pero aquí Madrid no invoca a Europa con el mismo énfasis que en la crisis catalana. Se desobedece la ley, y listos.