Hoy es la nochecena. Esa cita en la que se reúnen, una vez al año, la buenaventura de la familia, y sus fieras agazapadas, y el recuerdo de afectos que andan fugitivos. En la mía también se les pone servicio a aquellos fantasmas a los que se les tienta educadamente el placer del apetito. Unos platos vacíos al extremo de la mesa, donde en cualquier brazo estirado de aire es posible que aparezca y se siente un marinero manchado de espuma recién llegada; un extraviado peregrino de sombra azul; incluso el mismo destino con rosto extranjero. Los imprevistos comensales a los que sólo se les exige empuñar las palabras y contar una historia de viajes, de amores o de caminos. Lo hago desde no hace tanto tiempo de un diciembre frío en el que cené invitado en una taberna de Finesterre. Abierta la noche a un mar que regresaba de un naufragio a lo lejos, y cálida la madera de una mesa de doce con un cubierto en blanco por si aparecía Cunqueiro. Hacía niebla tierra adentro, y el menú del anfitrión lo conjuraba: ensalada de jureles en escabeche templado, flores de entroido (sen ovo), salmón monógamo, merluza de sirena negra, y hojas de limón de postre. No faltaba el ribeiro, alentador y comunicativo, eficaz para desatar la nostalgia del corazón y de lengua obsequiosa con la que narrar como quién vuela bien una cometa. Todo lo preciso y de su agrado en aquel bodegón gallego para celebrar la estrella de nieve de esa noche, junto con el mago que había nacido en Mondoñedo, «entre los suecos y los relámpagos, en un diciembre de cuarenta y siete días después del primer aeroplano».

Nunca antes pensé que de verdad Merlín existía. Y al igual que todos los que me hermanaban a su cena de familia y de ánimas esperé un golpe de viento seco llamando a la puerta, y enseguida su estatura de negro con una gran bufanda colorada, sus lentes para la bruma y el aroma a hierbas que decían envolver al que robó pócimas en el bazar del diablo, y por ello fue condenado a encadenar su lenguaje entre cíceros, coroneles y medianiles con exigencia de prisa de prensa. El mismo que, en muchas infancias de los niños gallegos, se hacía pasar por un viejo Simbad que hacía barcas con gajos de naranja sobre un balde azul y trazaba rumbos de relatos y de cicatrices, de prodigios, hechizos y trasiegos mecidos por el poder de vocación, la memoria deformante, el envés de la imaginación, y sus dedos liando tabaco picado que luego sería silencios de humo blanco.

Así era Álvaro Cunqueiro y Mora de Montenegro. Hay nombres que en sí mismos son alcurnia de personaje literario trazado para el drama o la aventura, aunque en este caso fue la rúbrica de cuna del fabulador empedernido del norte cuya voz ancha y cordial no se posó sobre mi hombro en aquella cena, a la que tampoco se presentó el hombre que se parecía a Orestes. A pesar de su ausencia todo lo que de él me relataron me condujo a escucharla escénica y oral, poética y soñadora, dentro de Las mocedades de Ulises, de Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca, de Las crónicas del Sochantre, y de La bella del dragón. Lecturas sobre lo doméstico y lo maravilloso, la sabiduría de lo popular y el magisterio de la cultura, las aldeas y los mapas de universos encantados que desgranaba en un sherezade encajamiento sucesivo de un cuento enhebrado dentro de otro, permitiendo hablar por encima y por dentro de la historia a sus personajes, desvelados en sus contradicciones y circunstancias. Una característica de su imaginación cunqueiriana a la que le gustaba añadir que por debajo de cada historia se escuchase el susurro del mar en el corazón de una caracola, el canto melancólico de una sirena dentro de una botella con nombre femenino de Ginebra, o que un avión sobrevolase el horizonte de Ítaca.

Es lo que tiene ser un escritor bilingüe -falar lo real igual que lo fantástico- que pensaba que las lenguas tienen que saber a pan, y que la mitad del hombre es sueño. Mucho de Borges encontré en Cunqueiro al mismo tiempo y en diferentes lecturas, en aquellos años donde los libros eran conjuros que, según él afirmaba, se leían con todo lo que uno es y la lectura nos despierta. El primero tenía el aleph en la ceguera; en su Galicia lo encontró el segundo. Sentado en su biblioteca el argentino y a su escritorio el gallego leyeron ambos el talmud, se fascinaron por los bestiarios, las eruditas biografías apócrifas, y por el interior de los laberintos y su misterio. Austero Borges en su huidiza soledad de los espejos y concentrado Cunqueiro en las manzanas rojas de Mondoñedo -esferas de la imaginación y de Escher- cuyo aroma redondeaba en su mano antes de trazar su narrativa de reflexiones áureas sobre el difícil aprendizaje del oficio del hombre -como señaló acerca de sus letras José María Merino-.

Escribir para imaginar fue la consigna de este narrador de siete vidas al que el falangismo le retiró el carnet de periodista en 1944, sin saber que entonces su destino sería fundar el realismo mágico aunque él siempre lo atribuyó a El viaje del joven Tobías de Torrente Ballester. Ramas los dos, en candelabro, flexuosas, casi rectas, de la carballeira del roble con raíz en Wenceslao Fernández Flores, y que desde ellos extiende las rojizas y nudosas de Antón Castro y Golpes de mar, de Manuel Rivas y El último día de Terranova, narradores de climas, brotes y foliación de esa maravillosa literatura con la que Cunqueiro mezcló lo onírico, las leyendas, el escepticismo irónico, los mitos, los prerrafaelistas y el juego experimental admirado por tantos y otros como Álvaro Mutis, Claudio Magris o Gabriel García Márquez.

Ha llovido mucho, o poco para lo que hoy va de año, en esa Galicia de las letras sobre la que casi nadie lee a sus hijos predilectos. No buscan los poetas en Rosalía de Castro la doble voz de la tristeza ni su pionero y actual pensamiento femenino sobre la independencia. Tampoco exploran la prosa de goces, sombras y humor de Torrente, y mantienen en un olvido desmadejado entre la política y la ignorancia educativa los nombres y las obras de Wenceslao Fernández Flores y de Álvaro Cunqueiro. Hemos dejado absurda e incomprensiblemente de leer y de saber acerca de excelentes autores, de Historia sabia, de Filosofía ética y de cosas importantes. No estaría mal que La Biblioteca de Castro que anda editando las Obras Completas de Valle-Inclán -ahora su cuarto tomo centrado en su teatro de crítica y vanguardia- rescatase también a estos dos espléndidos narradores que convierten al lector en un caballero andante entre las páginas de historias en las que el envés de lo real es un sueño posible. Sin ellos es más difícil entender la fábula y los signos de la tierra, y la tierra como cosmovisión y un modo de contar. No están de moda, lo sé. Pero en este diciembre en el que nació celebro en especial al Merlín de Mondoñedo del que aprendí que la conciencia es la imaginación del hombre libre; que ser dueño de las palabras es ser dueño del mundo. Que mago es quien sabe leer el anverso por el reverso.

No es otra cosa la que me ha movido hoy a reservar mesa en La taberna de Galiana a la que esta nochecena acudirán Nemo que comparecerá con bogavante y vieiras; Poe y Fitzgerald encargados del vino y del licor para el brindis de después; Hemingway con el pez espada que ha pescado en compañía del viejo; Stevenson cargado de fruta tropical, y Cortázar que trae su música de jazz. He invitado también a Ava Gardner, por su cumpleaños, y en la esquina hay un plato para Cunqueiro, por si la magia sucede. Y entonces que la noche sea buena del todo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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