Informaba el otro día el diario Le Monde de que cada vez hay más galerías comerciales en los centros de ciudades francesas que se han quedado vacías y ofrecen un aspecto fantasmal a quienes las recorren.

Es un fenómeno que hemos visto también en España y otros países europeos y que sigue a la paulatina desaparición del pequeño comercio, arruinado por las grandes superficies y la civilización del automóvil.

Hay quienes hablan, sin embargo, de un cierto retorno del comercio de proximidad ante el hartazgo que provocan en cada vez más gente esos hipermercados donde las máquinas han acabado sustituyendo hasta a las cajeras.

Es posible y, en cualquier caso, positivo, pero el fenómeno que cada vez gana más terreno y que acabará modificando nuestros hábitos de consumo es el llamado comercio electrónico, que, a diferencia del tradicional, no conoce horarios ni exige salir de casa.

Basta con disponer de un teléfono móvil o un ordenador portátil para hacer a cualquier hora del día o de la noche el pedido y esperar a que éste llegue al domicilio transportado por algún mensajero que trabaja muchas veces para un subcontratista en condiciones de precariedad y con un sueldo ínfimo.

El impacto en el comercio tradicional va a ser en cualquier caso enorme, y se ve ya en países como Estados Unidos, donde grandes cadenas como Macy’s han cerrado unas filiales tras otras y despedido a sus empleados.

También en Alemania están cerrando tiendas o filiales de grandes cadenas, y el Instituto de Investigaciones sobre el Comercio pronostica que en un plazo de sólo unos años habrá desaparecido hasta un 30 por ciento de las hoy existentes.

Tal vez lo que ocurre últimamente en China sea un adelanto de lo que veremos un día también en otros países. En un tiempo récord, el gigante asiático se ha volcado en un consumo electrónico masivo.

Aunque las viejas generaciones siguen yendo a comprar al mercado como hacían aquí nuestras madres o abuelas, las jóvenes generaciones hacen sus pedidos por internet y ordenan que lo comprado se les lleve directamente a casa o al lugar de trabajo.

Los grandes beneficiados de ese fenómeno son los gigantes del comercio electrónico como Alibaba, en el caso de China, o la estadounidense Amazon, en prácticamente el resto del mundo.

La empresa que fundó Jeff Bezos en 1994 y que en un principio se especializó en la venta de libros «on line» seguramente porque era la mercancía más fácil de empaquetar para el transporte no deja que se le escape ningún sector en el que hacer negocio.

Y desde entonces ha absorbido o llevado a la ruina a muchos de sus competidores, desde grandes cadenas de librerías hasta tiendas de juguetes, y su oferta alcanza actualmente todo tipo de productos, desde ropa, calzado, música o electrodomésticos hasta software, videojuegos y, por supuesto, la electrónica.

Recientemente Amazon se hizo con la cadena estadounidense de alimentos ecológicos Whole Foods. Y al mismo tiempo alquila servidores, ancho de banda y posibilidades de computación a empresas como Netflix o Dropbox e incluso al Gobierno federal. La CIA es cliente de sus servicios de computación en la nube.

El problema que presenta Amazon no es ya sólo la eliminación de la competencia gracias a una guerra de precios y su poder casi monopolista, sino que, como señala Lina Khan, de la facultad de Derecho de la Universidad de Yale, estamos ante un claro caso de «integración vertical».

Porque Amazon no sólo ofrece a otras empresas una plataforma digital para la distribución de sus productos, sino que les hace al mismo tiempo la competencia con los que ella misma fabrica.

Así, no sólo distribuyen sus servidores productos mediáticos ajenos sino que Amazon también produce sus propias películas y series de TV.

Según sus críticos, que son legión, Amazon se ha vuelto demasiado poderosa gracias, entre otras cosas, a que juega con la ventaja de manejar tal cúmulo de datos de sus clientes, tanto las empresas que utilizan sus servicios como de los millones de particulares que compran en la Red.