S erían mediados de los ochenta cuando cumplí dieciocho años. Poco antes había sido el mundial 82, el de Naranjito, cuando las calles de Málaga se llenaron de escoceses con falda que vinieron a beber mientras jugaba su selección en La Rosaleda: la imagen de decenas de ellos invadiendo los bares de toda la vida de calle Mármoles y aledañas, es imborrable. Recuerdo con especial cariño a uno que insistía en llenar el cauce seco del Guadalmedina con güisqui, ante la desesperación simpática de sus compatriotas. Entonces la ciudad se abría al turismo y estas estampas eran sorprendentes: encontrarse un guiri lejos del centro -aún en la misma calle Larios- era inaudito. Estaba Málaga a punto de perder ese ambiente de película neorrealista italiana, de tardes fáciles y familias sentadas a la vera de sus casas. No lo sabíamos, pero éramos la última generación que iba a jugar en la calle a las canicas, a las chapas o al fútbol, deporte por cierto que a los malaguistas nos dio en el 83 una alegría inmensa, al vencer el Málaga de Antonio Benítez y Fernando, Popo, Brescia, Regenhart, Urdaci, Martín, Recio, Canillas, Juan Carlos, Toto y José, Azuaga y Mané al Atlético de Madrid por cinco a uno y al Real Madrid por seis a dos.

Pedregalejo era por entonces la zona de bares nocturnos. Circuito 3, Beat Verdi, Nueva Pulsación, El Galeón, eran cuatro de los quince o veinte locales que se arremolinaban en unos trescientos metros y donde se podían escuchar los Simple Minds, Azul y Negro, The Jam o Radio Futura. Por extraño que parezca ninguno de los locales daba a la playa, todos les daban la espalda, y ese detalle no nos importaba en exceso, porque el sol podía salir y ponerse y cuando acabara nuestra breve luz, dormiríamos una noche eterna. Queríamos mil besos, después cien, luego otros mil, luego otros cien, después hasta dos mil, después otra vez cien, hasta perder la cuenta; lo demás no contaba.

No era habitual, si exceptuamos algunos casos envidiados, poder volver a casa cuando uno quisiera; las noches eran más cortas y quizá por ello, más intensas. Eso sí, había una que, por encima de todas, sobresalía en ese aspecto: Nochevieja. Se esperaba con ansia y se fantaseaba con las múltiples oportunidades que podía ofrecer. En un principio, eran fiestas improvisadas en las casas de veraneo de algún amigo, luego se impuso acudir a locales que, por un precio fijo, ofertaban barra libre hasta el amanecer. Nos sentíamos vampiros. Era el paraíso. Sólo restaba pedirle una corbata a tu padre, ponerte al menos una vez un traje de chaqueta y lanzarte a beberte las primeras horas del año, con la mente puesta en posibles -y muchas veces improbables- conquistas y... en el año dos mil. La fascinación que ejercía ese año en mi generación era brutal. Lo veías lejano, definitivo; casado, con hijos y un trabajo para toda la vida. Las uvas se te atragantaban al pensar en él. Con el devenir de la década de los noventa, el año asombroso adquirió un rostro terrible: era el efecto dos mil, donde el uno de enero iba a terminarse la civilización, ya que todos los ordenadores se iban a poner a cero y la información se perdería sin remedio, y eso que aún quedaba lejos el big data. Después no pasó nada: los ordenadores funcionaron como siempre y yo seguí sin casarme ni tener hijos.

Tempus edax rerum, el tiempo devora todas las cosas, dejó escrito Ovidio. Ante esa tiranía, frente a los años que se escapan de las manos como granos de arena, siempre nos quedará el recuerdo, la añoranza. Volver la vista atrás es un ejercicio sanísimo que reconforta, nos hace más humanos y menos mecánicos, porque el presente tiene la manía de ser urgente y el futuro nos vuelve inquietos. Decía Marcel Proust, el exquisito escritor francés, que a veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas. Y contar nocheviejas, besarnos otra vez en el portal de casa en la despedida, volver a jugar en cuclillas a las canicas es lo que en definitiva nos hace siquiera un poco más libres. Que ya es mucho.

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