Nunca se sabe qué aguarda al final del éxito. Tampoco si toda una vida de trabajo en público y con aplausos cabe en una mirada que desde un retrato fotográfico en blanco y negro reta al futuro de su identidad y su desmemoria. El arte es una experiencia que deja cicatrices profundas a quienes hacen de él un modo de vida, cuyo propósito es la exploración de las utopías, de las fronteras, de la belleza, de los abismos y del corazón del mundo. Un viaje casi siempre desde el ego hacia el límite, en el que la creatividad va, viene, triunfa, se ofende, sobrevuela o se ofusca y también se metamorfosea. Todo lo que exige el currículum vitae de un artista que se hace a sí mismo con trabajo, experiencias, expectativas y caídas. Lo difícil no es cumplimentarlo -la ilusión, la vena y el empuje juegan a favor y a pesar de los vientos- sino alcanzar la madurez definitiva en plenitud de condiciones, en paz y con un confortable reconocimiento de los suyos y del público. Esa última luz en la que los artistas refugian su vejez para hacerla más llevadera y obtener la merecida recompensa de que el camino y la pelea han merecido la pena.

Pienso en la inconmensurable Lola Gaos, la voz rota del drama de la pobreza y de la rebeldía, y en la que fue seductora María Asquerino figurante de soledad conmovedora junto a un trago de coñac invitado por alguna nueva promesa que admiraba su independencia y su apostura en las tablas sin pared, en el cine retador de su época. Unidas ambas por la salida de plano y el ángulo muerto a pesar de que todos celebraron la valía de sus trayectorias, los logros de su talento, su entrega a la pasión de lo que durante años las convirtió en artistas de portada. Pienso igualmente en Tony Leblanc, al que Santiago Segura rescató del olvido para devolvérselo al cine, y en el fallecido Pedro Osinaga, uno de los doce sin piedad junto a los maravillosos José María Rodero, José Bódalo y Luis Prendes entre otros, dirigidos por Gustavo Pérez Puig en 1973 en aquel fantástico e incomprensiblemente olvidado Estudio1, con el que a tantos niños de aquel entonces de calles de barro y cines de verano en solares, nos enseñaron también a amar el teatro, acercándonos el conocimiento luminoso de Ibsen, Pirandello, Mrozek, Tennessee Williams -espléndido homenaje el que le rinde Woody Allen en su última película Wonder Wheel con una fabulosa Kate Winslet dramáticamente poderosa, amarga y carnal-.

Un espacio que recogió el testigo abierto en el canal UHF, inaugurado el 15 de noviembre de 1966, por otra apuesta que cosechó un inmediato éxito: Teatro para siempre, el semillero de jóvenes promesas del drama y de la comedia, descubiertas en muchos casos, al igual que dirigidas, por Jaime de Jaimes. Un argentino con pasaporte ruso que supo ver en Nicolás Dueñas, en Lola Herrera, en Alicia Hermida, en Andrés Mejuto, en Terele Pávez y en Mario Gas su duende de escena y texto, su versatilidad interpretativa y su afinada dirección futura. Fueron los años presagio de los lobos ye-yés de finales de los sesenta, en los que aquel segundo canal televisivo -donde se forjaría una izquierda cultural y unas cuantas vocaciones- alternaba la producción de las piezas de Sófocles y de Plauto con las de Camus, de Max Frisch, La cantante calva de Ionesco, El Principito de Saint-Exupéry y Después del estreno de Gogol que dirigió Jaimes entre otras veinte pico obras más. Dramaturgias rodadas en los estudios de Madrid y de Barcelona, a la vez que impartía clases de interpretación con William Layton. Su creatividad y la calidad de sus montajes de experimentación visual e imaginativos vestuarios culminaron con el estreno en el coliseo del madrileño Infanta Beatriz de Esperando a Godot de Beckett y una buena acogida crítica de Laín Entralgo. Empezaba el teatro en España a dejar de ser el viaje a ninguna parte de aquellos cómicos de tren, cuya vocación no deseaba ningún padre. Y fue el trampolín desde el que Jaime de Jaimes saltaría a la casilla de otro país en el que proseguir su conquista del corazón del tablero.

El sueño de un polizón de 14 años fue el comienzo del viaje de este hombre escénico de voz -se la prestó en la radio de Paris a cuentos de Borges y de Cortázar con silencios de humo y de ceguera de mentira en blanco- por diferentes escenarios europeos y de su Buenos Aires natal. El puerto de noche del que huyó a bordo del vientre del mercante Río Salado rumbo a la cuarentena de los inmigrantes en la isla neoyorkina de Ellis. Allí, le cambiarían el apellido por el de los anónimos rusos que no sabían decir de dónde venían. Ese pasaporte le conduciría nada más cumplir su primera juventud a Paris donde se forjó el aprendizaje y la doma de lo que llevaba dentro: el movimiento escénico, el color de la pintura. Chagall y Pollock, y el Mimo y Filosofía del gesto de Etienne Decroux. Los maestros terminarían por darle a Jaimes más hambre de desnudar Europa y de interpretar sus posibles historias, sin dejar de ser un nómada de la cultura, un hombre en los otros yoes múltiples y en conflicto sobre el escenario en el que mirarse. Tuvo antes que volver a Buenos Aires para probarse a sí mismo sus conocimientos en el Teatro de la Alianza francesa del que guió el timón durante ocho años de estrenos y premios hasta ese periplo español de Teatro para siempre.

Vital, suelto, espontáneo -como su trazo pictórico en esos años de cuadros y dibujos que recuerdan las viñetas de Peridis- Jaimes volvió a Paris -siempre se regresa a los labios y cafés de esta ciudad en lluvia- para hacerse del todo pintor del surrealismo y del absurdo del que entiende a fondo su teatro. Son sus años escenificando Les Batisseurs d´Empire de Boris Vian, tentando a Cortázar a transformar un cuento en representación, haciéndose cónsul de afectos de un americano que lo llevará a Los Ángeles. Otro destino de madera y de luces dándole vida a El triciclo de Fernando Arrabal y a Los invitados de Diament, por cuya versión obtiene el Premio de la Crítica en 1982. No deja de pintar al punzón sus iconos cinéticos y a sus alumnos les enseña a romper automatismos, a transmitir con el cuerpo incorporado como oído, como tacto y como palabra en ese teatro que se hace, no en busca de dinero y de fama, si no para indagar en la relación del hombre con el hombre, y en la profundidad del actor en su personaje. Jean Paul Sartre, Moliere, Stephen Most, Printer, ningún autor de Europa, de España, ni siquiera de San Francisco, es imposible para Jaime de Jaimes. Sonriente, seductor, fumando en pipa bajo una lámpara en el patio de butacas, moviendo las piezas del ensayo igual que si fuesen figuras de madera rusa, juguetes de Chagall con tamaño de actor, buscando en cada actor uno las gamas de colores, la atmósfera que mejor lo convierte en verosímil. Pasión y trabajo, mundo y carne, sin preocuparse del peso del tiempo que un día nos descubre a todos como un soñador que frente al mar de Málaga amaneciendo siente que se asoma al vacío, aunque tenga brisa en azul.

Nadie como los actores sabe tanto sobre la calidad frágil de ese polvo que no es de oro ni de plata, y que se llama tristeza. Una forma de soledad que después de esfuerzos, viajes, búsquedas, aplausos y laureles, y la reciente exposición en el Archivo municipal, los reduce a un desconocido para ser descubierto, igual que se llama el libro sobre él que ha escrito Bruno Galindo. Lo mismo que la razón de este pequeño homenaje al hombre que sigue enamorado del teatro porque ha sido su mejor amante, y quiere transmitirlo creando una escuela en Málaga. Y para el que lo más importante es el valor de la vida, el valor de las personas, el valor de uno mismo. Suficiente para cruzar de año a la conquista de un acto de amor, y de un sueño nuevo.