Volver a empezar es solo empezar. Por si no era suficientemente difícil vivir con el remordimiento que genera en mí esa lista interminable de cosas que debería hacer y no hago, ahora llega casi lo peor de la Navidad: quitar el árbol.

Llegué a Suecia en agosto de 2006. Cuando me despedí de mi novia en el aeropuerto, pocos hubiesen apostado que seguiríamos juntos al final de curso. Las casas de apuestas ofrecían al respecto cuotas desorbitadas, más que lo que pagan ahora por una segunda Premier victoriosa para el Leicester. Aterricé en Estocolmo y me junté con otros para coger un tren hacia el norte, que nos dejó en Borlange. Ahí encontramos el albergue donde debíamos dormir la primera noche, pero la recepción estaba cerrada y los huéspedes no podían abrir por dentro. En el primer gran momento de crisis de nuestro Erasmus yo actué como suele actuar un presidente del Gobierno, actué como actuaré ahora con el árbol de Navidad: me senté en el suelo y esperé a que los problemas se resolvieran solos, o los resolvieran otros.

En efecto: enfrente había una residencia de estudiantes, alguien se acercó a preguntar y cenamos, bebimos, nos dimos cuenta de que no sabíamos inglés y dormimos en la sala de estar. Al día siguiente nos acompañaron hasta un autobús que nos llevó a Falun, nuestro verdadero pueblo, y allí una mujer nos guió hasta la residencia de verdad. A esas alturas ya éramos unos parásitos sociales de categoría superior. Necesitamos ayuda y solidaridad para casi todo, también para conseguir la llave de nuestra habitación y encontrar acomodo. Por fin pude ducharme, pero llevaba dos minutos bajo el agua cuando empezó a sonar una alarma aguda e insoportable, y a retumbar la puerta de los golpes. El vapor de mi ducha caliente había activado los sensores anti incendios. En el primer gran momento de pánico de nuestro Erasmus yo actué como suele actuar un presidente del Gobierno, actué como actuaré ahora con el árbol de Navidad: haciendo el ridículo una vez más. Cogí una toalla minúscula que encontré a ciegas por la maleta y abrí la puerta quitándome el pelo de la cara. «¿Qué pasa?», me dijeron. «Nada», contesté.

Así conocí a mi nuevo vecindario. Seguramente empalmado.

Cuando en octubre vino mi novia a verme bajaron las cuotas en las casas de apuestas. Subieron a cambio las que decían que aprobaría algo: intenté llevar a mis amigos hasta la universidad pero me perdí por el camino. Esos días Luis Aragonés dejó a Raúl fuera de la convocatoria de la selección y todos decíamos que se había vuelto un poco loco, aunque ahora mis amigos lo nieguen y culpen al Marca que es más cómodo. Yo aproveché para decir a estudiantes de todos los países de Europa que España nunca ganaría nada. Así a día de hoy en el mundo entero saben que no tengo ni puta idea de fútbol. Mis amigos podían fumar en la habitación sin miedo: un sueco más alto que yo había quitado ya la pila de la alarma.

Estuve a punto de matricularme en una asignatura de Español y convalidarla por créditos de libre configuración, pero me dio vergüenza hasta a mí mismo, que ya es decir. Me matriculé a distancia en Italiano. Vi los horarios de la prueba de nivel y la de las ocho menos cuarto me pareció una franja razonable, porque me daría tiempo a ver luego el partido de la Champions. Dormía feliz cuando sonó el teléfono. Resulta que la prueba era a las ocho menos cuarto, pero de la mañana. Antes de volver a dormir dije que era una lástima pero que al final no podía ser, que no me cuadraban los horarios de Italiano.

Entonces ya escribía columnas en este periódico, porque soy un poco el Joselito de esto, aunque sea otro tema. Mentiría si negara que todas las escribía de resaca o borracho. Que no sabía qué hacer con mi vida era una evidencia. En el primer gran momento de angustia existencial de nuestro Erasmus yo actué como suele actuar un presidente del Gobierno, actué como actuaré ahora con el árbol de Navidad: haciendo como si no existiera. El caso es que al volver a España me contrataron.

Al final aprendí el camino hasta mi querida universidad sueca. Para hacerlo más corto cruzábamos un cementerio, que nunca hubo metáfora más clara. En invierno hacía tanto frío que se nos congelaban las pestañas. Una vez pasé 48 horas alimentándome a base de cerveza y terrones de azúcar por no bajar al supermercado. Realmente no pasó nada extraordinario, aprobé algo, acabé el curso y en casa estaba mi novia, que llevamos 17 años arruinando a los apostadores, pero ahora lo recuerdo todo y me parece legendario. Es justo lo que necesita esta temporada. Tiempo. Perspectiva. Nostalgia.

El fútbol es un partido, otro y otro, y luego otro y después el siguiente y así hasta el último, que empieza el verano. Ganar y perder. Empezar, quitar el árbol y volver a empezar. A menudo solo hay que sentarse a esperar. A veces los problemas de tu equipo se resuelven solos.