El año 2018 amanece con una preocupación generalizada por el poder omnímodo de los grandes conglomerados de internet. Los gobiernos anuncian medidas para parar los pies a los gigantes. Y, claro, como en todos los conflictos, la primera víctima será la libertad de expresión. En un lugar tan remoto para nosotros como Myanmar, un arma tan aparentemente inocente como Facebook está siendo decisiva en el genocidio contra la minoría Rohingya. El gobierno birmano alimenta la red social con material racista, incitaciones al odio, imágenes falsas, noticias inventadas y todo tipo de material que sirva para prender la furia de la población contra los perseguidos. Qué lejos queda aquel 2004 cuando unos estudiantillos, ansiosos por ligar, inventaron la inocente red social en su habitación de Harvard. Mucho más cerca, aquí en Europa, no hemos llegado a tanto, pero son muchos los países que ya han anunciado medidas para poner coto a esa ley de la jungla que parece regir las redes. El 1 de enero entraba en vigor en Alemania una norma que obliga a los gigantes a retirar, en menos de 24 horas, cualquier contenido que haya sido reportado por los usuarios como una incitación al odio. Atención, peligro. ¿Van a ser los usuarios los que dictaminan qué es lo que incita al odio y lo que no? Caza de brujas a la vista. Claro que igual sería peor si fuera el gobierno quien lo decidiera. De momento, la medida ha tenido al menos un efecto beneficioso: las multinacionales han empezado a contratar censores y limpiadores de falsedades y ofensas en un sano ejercicio de autocensura. Los periodistas han sido los primeros en dar la voz de alerta: la libertad de expresión está en peligro. Nos resistimos a considerar las redes medios de comunicación, aunque no sean productores de contenidos, pero la realidad se impone: son nuestros competidores directos. En su comparecencia de año nuevo, Macron proclamaba que 2018 iba a ser el año de la lucha contra las fake news y anunciaba un proyecto de ley en la misma línea que Berlín. El presidente francés está especialmente preocupado por la injerencia de Moscú en los procesos electorales: Trump, brexit, Cataluña y su propia elección. A diferencia de Alemania, Macron prefiere que sean los jueces los que bloqueen y retiren con urgencia las noticias «flagrantemente falsas». Es lo razonable, pero confiar en que la justicia se mueva al ritmo que marca internet, y en el espacio sin fronteras de la red, es una quimera. Aquí en España, el Gobierno también parece preocupado. La ministra de Defensa -mal empezamos si le encargamos este asunto a los militares- volvió a insistir en la Pascual Militar en lo que ya había anunciado en octubre: la creación de una comisión parlamentaria, asesorada por los editores de periódicos, para luchar contra la desinformación. Es sabido que crear una comisión es la forma más eficaz de abortar una iniciativa. Lo cierto es que «el simple volumen y el número de noticias compartidas -son palabras de Macron- se han convertido patrones de la verdad». Sería de cínicos echar toda la culpa a los magnates de internet, aunque nadie en la historia ha tenido tanto poder como ellos. También tienen su responsabilidad los anquilosados editores y la tenemos los periodistas, que nos hemos dejado embaucar por los cantos de sirena del clic y el ´like´. Somos los depositarios del sagrado derecho a la información de nuestros lectores y nos lo estamos dejando arrebatar.