Los años que fueron. Eso me obsesiona estos días. Y eso les pasa también a muchos con los he hablado en las últimas semanas. Cuando hace poco el rumor de los bombos de la lotería nos acechaba, ya a punto de parir esa bella injusticia de regalar dinero sin importar la clase ni condición a cargo de mantener la fe en un billete cualquiera, el fuego de las coplas del Cervantes empieza a inundarnos con su canallesca y burlona forma de retratar la existencia, lo que no deja de ser otra forma de tener fe, de practicarla a lo largo de todo el año. Y eso también será un suspiro, apenas un abrir y cerrar de párpados, una sonrisa que se llevará el viento, porque tras las coplas llegarán la cuaresma y su innumerable agenda de actos cofrades, presentaciones de carteles, conferencias, pregones, traslados y, finalmente, la eclosión de la religiosidad popular con la Semana Santa, un tiempo que se ha convertido ya en un bastión identitario de la ciudad, unos días en los que el incienso toma las calles y niños y mayores se acercan a ver qué ocurre en iglesias y casas hermandad que tal vez no pisen durante el resto del año, pero ¿qué mas da? El teatro de la Pasión inunda con su rotundo barroquismo todos los rincones de una urbe que se abre paso a golpe de tambor y toque de corneta, un periodo que amenaza ya con extenderse todo el año a base de salidas extraordinarias que, todo sea dicho, molestan a muchos, aunque a otros tantos sean esas salidas, precisamente, lo que les inyecta ganas de seguir adelante. En estos tres meses que van del Día de Reyes al Domingo de Resurrección muchos rememoran los niños y niñas que fueron, estampas inconexas en la memoria que se amalgaman en la primera consciencia una mañana cualquiera, que revolotean alrededor del café que inaugura la jornada, antes de que todo se convierta en ruido y furia, imágenes que provocan risas y punzadas en el pecho, nostalgia pura de aquella niñez que envía, desde el hondo pozo del recuerdo, postales a los adultos que hoy somos, que diría el poeta. Muchos reconocen, desde la atalaya de los años, la felicidad en estos tres meses que se repiten constantemente en la vida del malagueño: las horas previas a que las coplas enarbolen letras irónicas que toquen las narices a los de siempre, la pasión del primer disfraz, la llegada de la cuaresma y su inconfundible olor a azahar al caer la noche, cuando esta ciudad aún olía a campo y jazmín y el cemento no había engullido los naranjos que adecentaban las aceras. El cabildo de salida, la túnica y el cíngulo, ¿cómo se pone el cíngulo?, Dios mío, los tambores rugiendo a las puertas de la casa hermandad, los murmullos esperando que se abran las puertas, la vida y los planes, lo que habrá de ser de cada uno de nosotros, un futuro que se proyecta en esas horas trémulas de la adolescencia tardía, los años que fueron.