Rodrigo Rato no cree que la verdad ha de expresarse con convicción, sino que la convicción puede suplantar a la verdad. A un condenado a cuatro años por corrupción no se le debería permitir ni acercarse al Congreso por higiene política, pero el exvicepresidente del Gobierno ha tenido más suerte que el exvicepresidente del Govern catalán. Uno alborota la cámara sin juicio, el otro está en prisión sin juicio, con el agravante de que el encarcelado posee el aval del voto democrático. Con todo, el rabioso testimonio desabrido y boquirroto del hombre que hundió Bankia ofrece piezas irrefutables. Rato sabe mejor que nadie que Rajoy quería encarcelarle, porque el exdirector del FMI hubiera recurrido al mismo protocolo de haber sido elegido por Aznar, con lo cual queda claro que ambos precandidatos exhibían méritos comparables.

En solo dos días, Rato le ha causado más melladuras al PP que Pedro Sánchez en dos años, aunque esto no sea decir mucho. La maniobra de culpar a Rajoy de su desgracia en Bankia es útil estratégicamente, pero tan falsa como el resto de su discurso. Fue decapitado por Mario Draghi, antes de que arrastrara entera a la economía española, el presidente del Gobierno nunca se hubiera atrevido. La humillación que Rato ha infligido al Congreso es culpa de los diputados. Desde la ubicación inicial, el compareciente acude a la cámara estadounidense a un nivel inferior que los parlamentarios.

Contra sus esfuerzos por presentarse como un maldito, Rato no está a la intemperie. Sigue ejerciendo de mandamás, que daba lecciones de pureza mientras exprimía las tarjetas negras con furor de adicto. Pese a su complejo de superioridad, ha abandonado a patadas todos los cargos que le regalaron, desde la vicepresidencia del Gobierno en 2004 hasta la presidencia de Bankia, sin olvidar su inexplicada espantada del FMI. Así era el otro candidato de Aznar a La Moncloa. Cuesta asimilar que pueda abroncar al conjunto de la población a través de sus representantes. Son las ventajas de practicar la corrupción patriótica.