Conocí a Ángel González al leer Tratado de Urbanismo, poesía de la que entonces se llamaba comprometida, en la que demolía por corrosión moral. Luego pasé a su anterior poesía más intimista, en la que embargaba a golpe de belleza. Sin embargo no me sentí defraudado por su posterior escepticismo lúdico (tipo Prosemas o Menos), que seducía por pura inteligencia. Asistí, la tarde de un domingo, a su discurso de ingreso en la Real Academia y tuve la sensación (lo dije aquí) de que tanto él como Emilio Alarcos, que le respondió, volaban más alto de lo que aquel techo permitía. Más que por lo que decían era por el aplomo con que podían hacerlo, con una vida ya detrás en la que habían sido siempre ellos (sin entregarse ni tampoco hacerse los mártires), y por el modo en que aquellos dos amigos se decían cosas tras haber volado juntos sin dejar de ser soberbias aves solitarias.