Una mano preciosa siempre tiene un beso de piedra entre los dedos. Amatista, ónix, ágata verde, la madre perla engarzada en camafeo de plata como el óvulo del amor o de la suerte, y sus promesas. Joyas entre las que destella el nombre sello de Frank Rebajes. El artista de Nueva York y de Málaga que la historiadora Mónica López Soler ha rescatado con admiración, rigor y empeño, del desván de la vanguardia y del olvido habitual de los que manejan la política de la cultura al peso. Documentación, tiempo y reivindicación en un estudio publicado por la editorial Toro Celeste, presentado estos días, y que a buen seguro contará con más iniciativas que hagan posible el disfrute público de su herencia plástica. Se lo merece este coleccionista de caracolas de Möbius que aprendió de su padre a tallar zapatos republicanos de domingo en Puerto Plata. No sabía entonces que su talento y creatividad desposarían al sueño americano. Primero a través de Pauline Schwartz con la que pasaría su luna de miel dentro del metro neoyorkino. Qué hermoso eso de extender las sábanas de la noche desde Harlem hasta Brooklyn, sin dejar de besarse alrededor de la gran manzana. Y poco más tarde con el ingenio de transformar herramientas de plomería en un bestiario que exhibió sobre una plancha en un mercadillo al aire libre en Washington Square. «No hay nada como la suerte» dejo al parecer escrito este mago de la orfebrería al que aquel domingo Juliana T. Force, directora del Whitney Museum, le compró todas las piezas por un ramo de dólares. Así nació el joyero de innovadora imaginación que en 1939 expuso con éxito en las paredes de uno de los pabellones de la Exposición Universal de Nueva York, y a comienzos de los 40 en una sala en el Metropolitan, sus piezas de cobre ennoblecido con esmalte y pátina, con la magia del cubismo, el duende de Picasso, y la complejidad de lo simple. Verónica Lake, Carmen Miranda, peces del trópico, la pasión curvilínea de los amantes vistiendo la desnudez de las manos, su elegancia en reposo, y a la altura del corazón como broche.

Su estilo hizo clientes en el Greenwich Village donde Frank Rebajes inventó el wereable art: joyas al alcance del gran público, y sus diseños se vendieron en más de quinientas tiendas repartidas por el país. Hasta que un día decidió vender el sueño americano para vivir a su antojo del sur, en aquel oasis del Torremolinos de los sesenta con sexo rubio y mar moreno, sus intelectuales bohemios de pasaporte internacional y su particular Tiffany´s de San Miguel por cuyo célebre escaparate paseaba un felino negro domesticado por un collar de diamantes. Leyenda de realidad de aquel nigromante de la geometría secreta de los símbolos y de los metales, que derivó hacia la escultura. En ella encontró Rebajes el óvulo donde fecundar sus flores geométricas, las esferas del ying-yang, los astroides y tetracordios de Pitágoras, sus mandalas del silencio y de la cábala. Lo recuerdo en 1988 en una maravillosa exposición del Colegio de Arquitectos de Málaga, organizada por Tecla Lumbreras y en la que su obra, su persona y su concepto del arte me dejaron fascinado. Lo mismo que a Lourdes Moreno estudiosa de su filosofía ornamental con la que engastó el movimiento, al hombre y el universo.

Dos años después se suicidó dejando huérfano aquel Torremolinos en el que un anticuario cordobés tallaba orífice poemas sobre guirnaldas fugitivas, y rojas gemas al cuello de versos vírgenes. El creador de juegos de luces y sombras sobre el ilusionismo del deseo, en barco o descapotable a lo largo de un mediterráneo de Delfos a Capri.

Pablo García Baena, Príncipe de las Letras, cántico de Córdoba en los años donde ser poeta era recogerse hacia dentro, sensorial y cernudianamente exiliado en la cultura, la belleza, la elegía y la nostalgia. Premiado y querido siempre por su talante y talento de elegancia humilde; cómplice de confidencias y divertidas maldades del ingenio de Rafael Pérez Estrada, prestidigitador también en hacer del lenguaje una refinación de la literatura como joya.

Caballero sobre todo de dos damas: María Victoria Atencia del brazo, y de Marlene Dietrich en su casa, diosa de sus belenes de santos, pastores, demonios y atletas que convocaban las visitas de toda la juventud de la poesía para la que siempre tuvo Pablo una palabra de afecto, un consejo de aliento. Se fue esta semana, igual que escribió. Afable, lento, sin hacer ruido, senequista de su Córdoba platera siempre en sus manos tejiendo hebreo verso a verso el misterio y precisión de la poesía. A lo largo de su mapa impreso, por encima de sus nombres sin género, y durante toda la semana, no ha dejado de sobrevolar un pájaro de lágrimas.

Algo tiene de coleccionista de joyas la muerte, porque a la estela del poeta engarzó también a un orfebre de la palabra esférica. Igual que el espejo de Escher donde Bach y la rumba, Spinoza y Chiquito, la biblioteca de Borges y el pregón, se conjuntaban en la oratoria lúcida y excesiva, académica y seductora de Antonio Garrido Moraga. El malagueño de Oxford y de Passau, profesor de Literatura y de Periodismo, divulgador del arte y presentador habitual que convertía en filigrana la metamorfosis de lo popular en lo culto, de lo culto en el pop. Nueva York en un Instituto Cervantes y Málaga en un Festival de Cine Español que inauguró en los años noventa el renacer de una ciudad que hoy es rusa y francesa. Y de la que él no dejó de glosar su cosmopolitismo y su esencia picassiana, defendiendo igualmente su antigua condición de fenicia y merdellona, con pajarita de colores y abanico negro en los palcos, en las calles, en la Semana Santa y el carnaval. También en el parlamento andaluz donde elevó la clase de la política como argumento, dialéctica, debate, y educación por el adversario. Cuánto que aprender de su talla, y qué poco lo han aprovechado los suyos y los contrarios. La palabra cultura fue una isla de Málaga rodeada por todas partes por Antonio Garrido Moraga: erudición, humor, generosidad y una diaria lectura a mano frente a cualquier adversidad. La oratoria está de luto, y sus amigos echaremos de menos su memoria, sus conocimientos y su pasión por el detalle.

Es difícil siempre despedir afectos. A los que se van antes de tiempo o cuando el suyo sucede como un suspiro al final de un sueño. Una buena manera de hacerlo es con el espectáculo de otros maestros en el mismo arte de engastar la armonía y el equilibrio, la belleza y la creatividad, su garra y su bisel. Igual que acaba de hacer Javier Fernández al conseguir su sexto campeonato europeo consecutivo, desde 2013 en Zagreb. Un doble campeón del mundo, un nuevo Gene Kelly del baile en patinaje y poema visual a -5,5º en un rectángulo blanco, homenajeando a Rossini, a Morricone, a Presley, Sinatra, Paco de Lucía y a Chaplin. Acrobático en el riesgo, impecable en la técnica, espectacular en la ejecución de un cuádruple toe loop o un triple salchow que lo transforman en un ángel del aire y del patinaje del que se enamora el hielo cuando bailan y vuelan sus cuchillas en ángulo te, en salto mortal y ovillándose en interminables giros sobre sus alas.

Necesita la orfebrería una mano. Y para estas despedidas y la celebración de nuevas figuras de su arte, ilumina escoger la de Nieves Rosales. La Dido de Eneas en la Sala Gades, en versión de Bujalance. Cresta del flamenco ella, dolor taranto, cuerda de cello en danza clásica, expresionista Pina Bausch, femenina Gades contadora de historias a través del baile. Nieve Rosales completando los dedos de una mano o las cinco que nos han regalado su trabajo brillante en perfección y magia. La promesa de una nueva joya y el goce que la nombra.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es