Theresa May, la primera ministra británica, acaba de anunciar la creación en el Reino Unido de una unidad gubernamental específica para combatir las fake news; Francia advierte de que prohibirá las fake news durante las próximas elecciones; desde el 1 de enero se encuentra en vigor en Alemania una ley que obliga a las redes sociales a retirar noticias falsas bajo amenaza de multas económicas; el gobierno italiano ha lanzado un servicio online destinado a denunciar fake news pensando ya en las elecciones que tendrán lugar en marzo, y en España el economista y político Luis Garicano, pide públicamente «regular los algoritmos» en las redes sociales.

Todo parece indicar que en 2018 también vamos a hablar mucho de fake news y que los gobiernos comienzan a preocuparse seriamente por este fenómeno, especialmente por las imaginadas o reales -que de todo hay- injerencias de potencias extranjeras en procesos electorales.

Recordemos que el término fake news se popularizó en 2016 a raíz de los miles de historias falsas que contribuyeron a la victoria de Trump, y ha acabado siendo utilizado por el propio presidente norteamericano para desacreditar a sus críticos (esta misma semana conocíamos, en una web oficial los ganadores de los Fake News Awards, unos premios impulsados por el propio Trump para desprestigiar a los medios que se muestran más beligerantes con su gestión), pero fue en el año 2017 cuando se convirtió en un concepto omnipresente, hasta el punto de que fake news ha sido designado como ´Palabra del Año´ por el Diccionario Collins, un referente de la lexicografía anglosajona.

Por otro lado Facebook, Google y Twitter, después de los últimos varapalos y advertencias del Congreso norteamericano y de las críticas generalizadas a su gestión de este fenómeno, insisten en su disposición a colaborar para detener la proliferación de bulos. La última declaración en este sentido la hizo esta semana Samidh Chakrabarti, uno de los directivos de Facebook, que reconocía que la red social había sido «demasiado lenta» a la hora de detectar cómo elementos negativos estaban abusando del poder de su plataforma y se comprometía a tomar medidas para contribuir a trabajar en la solución del problema contratando a miles de personas en los próximos años.

Es evidente que las grandes redes sociales deben reconocer su responsabilidad social y no actuar guiados únicamente por sus planteamientos económicos, también lo es que tienen que existir normativas, regulaciones y legislación que protejan a la ciudadanía de entidades que se han convertido en filtros de la información que recibimos, acumulan un poder inconmensurable y han modificado todo el ecosistema comunicativo. Pero que tengamos esto claro no nos puede hacer olvidar que la delgada línea que separa lo falso de lo disidente no es tan fácil de trazar, especialmente cuando quien la interpreta tiene unos intereses políticos determinados, y por otra que, desde el punto de vista tecnológico, intentar parar la difusión de la información falsa resulta una labor enrevesada y compleja.

Por ello, si en primer lugar lo que toca es exigir a Facebook, Google y Twitter que actúen para dejar de convertirse en catalizadores y amplificadores de bulos, ahora es necesario también vigilar para que las actuaciones de los gobiernos no socaven la libertad de expresión y las medidas tomadas no nos conduzcan a un Gran Hermano en que las autoridades, con la excusa del interés general, decidan lo que es verdadero y lo que es falso.