La imaginación no sólo atraviesa los espejos. También convierte la noche y la oscuridad que todo lo estrecha en un umbral donde cualquier miedo sucede. Y entre ellos, el del grito con tamaño de hombre cicatrizado frente al que todas las voces se quedan en blanco. Sólo la inocencia de una niña es capaz de domar el terror con una flor vencida entre las manos. La estampa cinematográfica de 1931 con la que James Whale nos mostró al monstruo a punto de emerger, después de ser rechazado como persona, a orillas de un lago. Fue otro cuerpo de agua dulce, de nombre Lemán de Geneve, el que acunó 115 años antes el nacimiento de la criatura de la tormenta y la electricidad gestada por una soberbia científica y por un falso acto de amor. Dos semillas de ficción menos importantes que su literatura fundacional: la imaginación de una mujer de 18 años llamada Mary Shelley.

Mary Wollstonecraft, escritora y filósofa, educó a su hija en la conciencia de pensar, debatir y ser ciudadana de su propia libertad antes que mujer objeto y propiedad sumisa. Un ejemplo del ideal de la revolución francesa sobre el que publicó a finales de mil setecientos la defensa de un contrato social equitativo que permitiese a las mujeres encontrar su igualdad en el conocimiento y en la educación para acometer las mismas actividades que los hombres. No sabía la pionera del primer tratado feminista que su hija, cuyo destino dejó a los once meses de nacer en manos de su marido, sería la esposa a la sombra de un poeta con renombre y ensimismado en las emociones pero sin alma más allá de la mecánica del artificio. Y más tarde la creadora de la eternidad de una criatura, metáfora de la soledad y el rechazo a la fealdad. El monstruo más desamparado y en su primera naturaleza provista de ternura, empujado por el acoso y la denigración a su crueldad como venganza. Lo alumbró Shelley a pie de chimenea, al amparo de tres días de insomnio en la Villa Diodati, bajo la lluvia de un junio apagado de sol, y alrededor de la lectura de Vathek. La novela gótica de William Beckford con la que el poeta Byron avivó la atmósfera de inspiración de sus huéspedes en un juego de provocación al horror. Incluso la joven autora dejó por escrito que en aquellas noches, obsesionada con encontrar una historia que sorprendiese al egocéntrico Byron, soñó que un hombre desconocido la miraba desde otro lado de la ventana de su dormitorio, sin saber bien si su presencia le provocaba terror o pena. Precisamente la esencia de la turbia humanidad de su monstruo, un muerto asomado al vacío de la vida.

Ningún otro junio ni las paredes de cualquier otra mansión contemplaron alumbramientos contera natura y de tan poderoso romanticismo como El vampiro del doctor John Polidori, que se publicaría en 1819, y Frankenstein o el moderno Prometeo que se levantó impreso entre las manos de los quinientos lectores de aquella tirada sin firma, hace doscientos años. En la época donde el fuego de las chimeneas consumía las lentas horas de apasionada lectura en soledad o en grupo = de aventuras y de dramas, y de esa historia en la que el científico Víctor Frankestein conseguía insuflar el aliento de la vida sin alma a un cadáver recosido y al que abandona asustado por su monstruoso aspecto. Ningún lector sabía entonces que al parecer Shelley escuchó a Byron y a su marido conversar sobre los experimentos del doctor Erasmus Darwin (abuelo del famoso Charles Darwin) acerca de la teoría de la galvanización que planteaba la posibilidad de que la electricidad reanimase cadáveres. Algo hay de todos ellos en la metáfora sobre el mito del condenado Prometeo en la cima del monte donde un águila picotea su hígado por haber robado a los dioses su fuego a favor de los hombres.

No les confirió a ellos su venganza Mary Shelley. Prefirió que fuese el hijo, herido a su paso por el pavor y rechazo de la gente, víctima de la impuesta imposibilidad de inspirar amor, quién buscase la muerte del padre, a través de los crímenes de todos a los que el científico amaba. Una larga travesía de persecuciones, de muertes y naufragios en los lejanos mares del hielo convertidas en magnificas películas. Desde la primera de James Whale hasta la última de 2015 dirigida por Paul Mc Guigan, tenemos en la memoria el célebre rostro de Boris Karloff en nuestra infancia; el enfrentamiento, hoy de culto cinéfilo, ente Bela Lugosi y Lon Chaney en Frankenstein y el hombre lobo de 1943 y la divertida versión que en 1974 hizo Mel Brooks con El Jovencito Frankenstein. También guardamos la belleza estética de dos adaptaciones, más fieles a la novela, como la innovadora y mágica Remando al viento de 1988 con la que Gonzalo Suárez derrochó imaginación poética, exquisitez fotográfica, y el lirismo atroz del monstruo liberado de tornillos. Y en 1994 la shakesperiana El Frankestein de Mary Shelley ideada por Kenneth Branagh y un fabuloso duelo en azul ártico y furia con Robert de Niro como la criatura amargamente humanizada.

Doscientos años más tarde la ciencia ha clonado a la oveja Dolly; la inteligencia artificial prosigue su avance de manera imparable y secreta; la robótica japonesa ofrece sexo con prostitutas de realidad simulada; la tecnología facilita imprimir objetos en 3D y nadie se plantea si la ciencia juega sin límites con la posibilidad de la nanotecnología, la creación de los poshumano y la reanimación de cadáveres. También el monstruo de Mary Shelley ha sido superado por muchos otros terrores más reales que nos paralizan cada día con noticias de asesinos, de pederastas a los que las leyes dejan en libertad de calle, de supuestas actuaciones execrables como las de La manada de los San Fermines o la presunta de los militares de la base de Bobadilla contra una compañera de armas desarmada con una droga. Tampoco se ha combatido frente al rechazo de la fealdad o lo diferente ni contra la soledad humana que en Gran Bretaña ha provocado la creación de un ministerio que la atienda. Ni siquiera lo que defendió e inculcó Mary Wollstonecraft a su hija, acerca de la igualdad de la mujer para acometer los mismos trabajos que el hombre, y con las mismas oportunidades y salarios, es algo tangible en nuestro siglo.

Nadie lee hoy la novela de Mary Shelley. Sin embargo la creación de monstruos, ante los que uno no sabe si sentir rechazo, pánico o pena, continúa fascinando a los humanos. El último abandonado por ese doctor Frankenstein que somos todos, ha sido Woody Allen. El gran director al que sin ninguna prueba certificada ni judicial, que demuestre la acusación de su hija Dylan de haber sufrido sus abusos sexuales y que todos despreciaríamos, se está condenado a vagar a la deriva, culpabilizado y con voces que acusan a sus excelentes historias como Manhattan o Annie Hall de ser productos de su abominable y perversa conducta sexual. No sé si esas mismas hogueras perseguirán ahora a Nabokov por Lolita; si pedirán el rechazo a Hemingway y a Scott Fitzgerald por su donjuanismo y comportamiento egoísta. Ni si se juzgará a la contra la seducción de Cortázar y Rayuela no sobrevivirá a la prueba de un ADN moral que no sé hasta qué punto tiene que ver con el valiente y necesario movimiento #MeToo y la incuestionable defensa de la dignidad de la mujer. Tampoco sé si la llamada a la reflexión y la cordura consiste en la peligrosa performance que ha hecho la galerista de Manchester Clara Gannaway retirando el cuadro Hylas y las ninfas de John William Waterhouse. Tal vez su idea termine provocando que Cézanne, Renoir, Manet, Ingrés y sobre todo Picasso, sean expulsados de los museos por la voracidad de sus relaciones con las mujeres y por representarlas cosificadas como Odaliscas o modelos acosadas por el Minotauro.

Está claro que lo monstruoso existe y tenemos que combatirlo. Pero también es cierto que a veces lo violento, lo abominable está en la mirada. Es ella la que grita, denuncia y condena de lo abominable y lo violento. Y también la que distingue lo bello y lo inocente.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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