La crisis catalana estaba tan envenenada que se ha necesitado el concurso de Ana Rosa Quintana para resolverla. El acceso de la televisión matutina al premio Watergate no es la única distorsión mediática inducida por el conflicto. La desconfianza suscitada por el forofismo periodístico del Madrid-Barça, antes Barça-Madrid, ha llevado a una porción creciente de la audiencia a refugiarse en las resoluciones judiciales originales. Para descubrir que su pobre escritura y su muy discutible argumentación pueden ser desmontadas por medio de la simple lectura.

«Señoría, le están leyendo» es una advertencia tan imperativa como «silencio, se graba», pero un magistrado no puede renunciar a pronunciarse por miedo escénico. La crisis catalana ha demostrado que no estaban habituados a explicarse, y que por regla general no se esmeran demasiado en superar la barrera de comunicación con los destinatarios de sus resoluciones. Es decir, con los españoles.

Ramón Montero Fernández-Cid, un magistrado de leyenda del Tribunal Supremo, recordaba en un arriesgado «preliminar» a una sentencia sobre el terrorismo de Estado que las resoluciones judiciales no deben limitarse a persuadir al acusado, sino que deben airearse «para que lleguen al conocimiento general». Y esta exposición que ya de por sí horrorizaría a muchos jueces no es neutra, sino que persigue que los votantes puedan criticar las decisiones razonadas de los profesionales de la magistratura.

Todo lo cual ocurría en 1993, y nada permite presumir que se haya progresado en un cuarto de siglo. El secreto mejor guardado de las sentencias judiciales es que nadie las lee. De ahí que el acceso masivo a los documentos jurídicos originales de la crisis catalana haya desnudado las carencias de la prosa jurídica. La cadena Maza, Lamela, Llarena, Constitucional acumula una indudable ciencia legal, pero embarranca a la hora de difundir su conocimiento. Empezando por una querella del fallecido fiscal general que se ha convertido en el primer escrito de su género donde se cita conjuntamente a Julian Assange y a Yoko Ono. Situar a la viuda de John Lennon entre los inductores de la presunta rebelión catalana aporta algún motivo para la estupefacción. Sostener que no se detiene al delincuente más peligroso de la historia reciente porque eso es lo que busca Puigdemont, no lo mejoran ni Groucho, Mencken y Bierce juntos.

Estos deslices no se deben a descuidos intrínsecos, sino a la indiferencia ante la ausencia de lectores concretos. Se disputa un partido sin espectadores, donde solo trasciende el marcador. Se aceptará sin excesiva controversia que la sentencia del caso Infanta es uno de los documentos más relevantes de la historia reciente, con una hija y hermana de Reyes sentada en el banquillo. ¿Cuántas personas han leído de cabo a rabo la resolución de la Audiencia de Palma sobre Nóos? Unos centenares, en la hipótesis más favorable.

Toda palabra es una metáfora, difícilmente puede razonar quien tropieza con la expresión de ese mecanismo mental, y una argumentación deficiente lesiona al Derecho con más violencia que el incumplimiento de las leyes. El Constitucional delató la zozobra ante su incomprensible pronunciamiento del pasado sábado, en el atolondramiento de unas motivaciones a posteriori que parecían excusas, al enfrentarse a la certera descalificación de sus respuestas a preguntas que nadie les había planteado. Confiaban en que la afición se quedara en la pura sinopsis, se prohíbe investir a Puigdemont.

Solo Cruyff y Billy Wilder eran capaces de exprimir con maestría y hasta las heces un idioma que no dominaban. El coordinador en nombre del Gobierno del operativo policial en el día del referéndum catalán, ha declarado en sede judicial que «la ley está por encima de la convivencia». Este disparate explica la ruina de la imagen española que se arrastra desde el 1-o, y que coloca al país entero al borde del «estado fallido» en el también falible barómetro de The Economist. Y sobre todo, la gramática está por encima de la ley.

Aquí no cabe esperar la salvación de manos de Ana Rosa Quintana. Los periodistas apenas si hojean los textos jurídicos, obligados a sentenciar sobre las sentencias en los minutos transcurridos desde su difusión hasta la publicación de sus informaciones en formato digital. A nadie se le ocurrirá volver sobre las resoluciones judiciales del caso Infanta o del Madrid-Barça. Quedarán sepultadas, a la espera de un Leonardo Sciascia que desgrane sus incongruencias, pero el siciliano también murió.