Puigdemont ha sustituido su ambición de ser investido en el Parlament, en ausencia y por persona interpuesta, por la de gobernar Cataluña desde Bruselas a través de Elsa Artadi, la número diez de la lista de Junts per Catalunya (JxC), leal mano derecha y jefa de la exitosa campaña del expresident en las elecciones del 21-D.

Si la fiel Elsa fuera candidata de consenso a la investidura, Puigdemont seguiría llevando las riendas del procés desde su cómodo refugio de Waterloo y mandaría sin gobernar. Y entonces tanto daría que su rol presidencial (estrictamente simbólico, como quiere ERC) se garantizara por medio de una propuesta de resolución del Parlament (política y sin valor jurídico, luego menos impugnable), o con la creación (ex novo) de un consejo de la república cuya presidencia le otorgaría esa constituyente en ciernes que es la Asamblea de Electos. Porque, aun cuando esta segunda posibilidad requiriese una reforma de la ley de la Presidencia y del Govern (que sería inmediatamente recurrida ante el Constitucional por los partidos de la oposición o, directamente, por el Gobierno de Rajoy), Puigdemont seguiría disfrutando de las atribuciones de un president a través de la acción de su pupila.

ERC, que parece el único partido interesado en no abrir más contenciosos con la justicia, debería saber a qué se expone convirtiendo a Artadi en la primera mujer que sienta sus reales en el Palau de la Generalitat. Además del independentismo, la creadora del sorteo de la Grossa (el Gordo de Navidad catalán) comparte con Puigdemont ese sesgo disruptivo que, ante todo, busca abortar cualquier intento de regresar al orden constitucional y estatutario. Y a la Esquerra que todavía tiene a su líder, Oriol Junqueras, en prisión, y que ha renunciado en público y en privado a la vía unilateral, le conviene ahora explorar el «amplio recorrido» para la república que, entre rejas, ha descubierto en la Constitución del 78.

En cambio, Puigdemont puede permitirse el lujo de saltársela cuanto quiera mientras no se deje caer por aquí. Y encima tendría a Artadi en Barcelona para ejecutar sus dictados. Sacrificado y todo, el libertador seguiría perturbando la política catalana sin que se le moviera un pelo del flequillo, y mandando desde el lujo y la comodidad que corresponden a un molt honorable, mientras su compañero de fatigas continúa penando en Estremera. Presidente y presidiario. Y digo yo: ¿es que nadie en Esquerra se da cuenta de que el traidor es él?