Cuando me vine a vivir a Málaga, lo primero que sentí fue que abandonaba la Andalucía oriental para adentrarme en la idiosincrasia de la occidental. Y aunque un granadino de padres jienenses ya maneja acentos, bien es cierto que Málaga, por sus grandezas y sus maneras, como no podía ser menos, me forzó a realizar una parada obligatoria por las lindes de sus localismos expresivos a fin de no hacerme notar en demasía como forastero. Porque claro, lo único que yo sabía de pitufos antes de aterrizar en calle Larios era que dicho término se utilizaba para catalogar o referirse a aquella entrañable raza de ficción televisiva, aturquesada y minimalísticamente antropomórfica que habitaba dentro de las setas que se dejaban crecer en las zonas boscosas y de umbría. Un significado totalmente ajeno al pequeño bollo de pan, que es de lo que aquí va la cosa. Al final, uno aprende a fuerza de equivocarse. Tengan en cuenta que tuve que pasar del "pulevín" y la Maritoñi a la nube y el pitufo. No dejo de recordar que cada vez que me confundía en las cafeterías aún me salía ese "¡foh!" tan granadino con el que los oriundos resoplamos o manifestamos hartura.

Igualmente, busqué por todos lados el fruto del caducifolio cada vez que me decían que la cosa estaba "perita", llegando incluso a mirar debajo de las mesas de mi entorno o a mis pies por miedo a pisarla, resbalar y provocar un percance. O como aquella otra vez en que una compañera me comentó que le estaban "haciendo el gato", y yo no alcanzaba a entender si es que su felino doméstico estaba encinta o si se lo andaban modelando en yeso o pintando al óleo con fines decorativos. Al insistir sobre el término, con vistas a que me concretara su significado, la luz, como Macbeth hubiera dicho, se oscureció. Con toda la gracia que brota de la Costa del Sol, mi amiga me respondió que estaba "alobao", que se notaba que no era de aquí y que "hacer el gato" era lo mismo que hacer un "changuai" o la "maña". Aquella glosa verbal, lejos de aclarar, aumentó aún más mis dudas e inquietudes sobre los conceptos objeto de debate. Más que nada porque, si bien hace años que me dejo crecer la barba, no considero que por ello mi aspecto se asemeje al de un licántropo, que era lo que yo entendía con aquello de "alobao". Por lo demás, tampoco supe si "changuai" era "changuai" o si, por mi mala oreja, ella quiso decir Shangai. Pero como servidor aún no había pasado de Despeñaperros preferí no meterme en temas de geografía. Eso sí, recuerdo que decidí volver a preguntarle otro día sobre quién era la "maña". Una chica de Aragón, supongo. En cualquier caso, a pesar de estos titubeos iniciales, servidor ya se ha hecho a esta tierra y a sus gentes. He conseguido pasar de la "mititilla" a la "pechá". Y ello hasta el punto de entender que si tienes que ir a la calle Larios, ya sea desde Teatinos o desde calle Granada, lo que en realidad haces es "bajar al centro". Así como también he logrado interiorizar el autóctono "no veeee" en lugar del granadino "lavín, compae", expresión que, por si no lo saben los de aquí, vendría a significar, en un estricto español del centro, algo así como "la virgen, compadre". Un enunciado que también aflora y prolifera en Jaén bajo las formas de "la vigggen, nene". Poco después, prosigo, llegué incluso a alternar mi originario "cucha" por el "fítitu" cada vez que llegaba el momento de exhortar la atención sobre algo. O a utilizar el negativo para asentir, como en el caso de "no ta tú shalao" (o "majarón"), que lejos de negar la sintomatología que declara lo que hace en realidad es afirmarla. Y es que, en conclusión, casi todos sabemos que no existe un acento andaluz unitario. Tenemos ocho provincias con multitud de soniquetes comarcales, o incluso poblacionales, en cada una de ellas; lo cual es, sin duda, le pese a quien le pese, una riqueza del sur. De los "majarones" que pretenden doblar la serie de La peste al español que se habla en la meseta, ya hablaremos otro día. Qué hartura. ¡Foh!