Cuando la semana pasada el ´Falcon Heavy´ de Elon Musk despegaba rumbo a Marte, tuve la misma sensación que cuando, siendo niño, los ´Apollo´ emprendían viaje rumbo a la Luna desde Cabo Cañaveral. Imbuido aún por el entusiasmo de entonces, busqué el alborozo propio de un hito en la historia de la humanidad y no vi nada que se saliera de la rutina. No encontré en la prensa mortecina a un Jesús Hermida que diera el debido tono épico al acontecimiento. Ni siquiera aparecía en la cara de los niños la mirada desorbitada de quien ve hacerse realidad la ciencia ficción. No queda más remedio que reconocerlo. Vivimos en una sociedad que ha perdido la inocencia, vacunada contra la sorpresa y la admiración, sin capacidad de asombro, donde hasta lo más extraordinario nos parece mera rutina y lo excepcional nos deja indiferentes. Hemos perdido el don de la sorpresa y los niños ya no quieren ser astronautas. ¿Total, para qué? No nos parece sensacional que un millonario estrambótico haya arrebatado la carrera espacial a los poderes públicos para convertirla en una iniciativa privada. No nos parece fuera de lo común que haya mandado a Marte su descapotable rojo con un muñeco llamado Starman al volante, y que en la radio suene el Space Oddity de David Bowie. No nos parece inaudito que haya incluido una placa con los nombres de sus 6.000 empleados y otra en la que se puede leer «Fabricado en la Tierra por humanos» Elon Musk es la personalidad contemporánea más parecida a aquellos héroes de Julio Verne, capaces de emprender exploraciones al centro de la Tierra, navegar 20.000 leguas por el fondo del mar, o dar la vuelta al mundo en 80 días. Se podrá decir que es un pagado de sí mismo, un excéntrico y un capitalista sin escrúpulos al que lo único que le interesa es el marketing para vender más coches eléctricos. ¿Acaso Phileas Fogg no era un presuntuoso y un soberbio, capaz de dilapidar su fortuna en una apuesta con los desocupados socios del Reform Club de Londres? Google, Instagram y el maldito móvil han anulado la imaginación de nuestros hijos, a los que les da igual que la lanzadera de un cohete espacial vuelva a la tierra para ser reutilizada o se pierda entre la chatarra espacial. Les es indiferente que un hombre funde la empresa más aburrida del mundo (The Boring Company) para construir un túnel bajo una autopista para que los coches circulen, mediante patines, a gran velocidad. No sueñan con viajar algún día a 1.200 kilómetros por hora a través del Hyperloop, ese túnel que lanza los trenes como si fueran balas. Me siguen fascinando los avatares de ese chico que aprendió a programar a los 10 años en su Sudáfrica natal. Que a los 12 ya vendía videojuegos creados por él, Que a los 30 fundó Paypal. Que a los 33 vendió la empresa de pago seguro por internet a eBay por 1.200 millones de dólares. Ese adulto que ha tenido el detalle infantil de colocar en el salpicadero del coche que viaja al espacio un cochecito en miniatura de su sección de juguetes. El empresario que ha querido que, en su cohete rumbo a Marte, viaje la serie Fundación de Isaac Asimov. El hombre -deberíamos decir niño, pese a sus 46 años- que asegura que lo peor que le puede pasar es tener que irse solo a la cama por la noche. Con tantos sueños, es difícil imaginar cómo serán sus pesadillas.