Dicen que los malagueños de pro somos de poco atender las cosas importantes, con las más altas calificaciones en dejadez y desentendimiento sobre los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Que, si acaso, protestamos airadamente en esa larga barra de bar que son las redes sociales y damos a los problemas la misma solución que tradicionalmente se ha dado en aquella: pagar el café y volver a quejarnos al día siguiente.

Pues bastante es, oiga.Que los corrientes, antes de llegar al café, ya hemos lidiado con la cita de la ITV, la renovación del DNI, el atasco de la autovía en dirección a los polígonos, la comunión de la niña («Verás que se queda sin traje...»), las mil llamadas al seguro por el grifo que gotea, el recurso que vence, la tapilla del zapato, el recibo de la luz ( «Madre mía... ¡a quién hemos electrocutado este mes!»), la multa del SARE, los diez mil pasos de cada día dánoslos de hoy, la cuenta temblando, la Semana Blanca en ciernes, la cita del traumatólogo, del oculista, de alergólogo para completar la cartilla de alertas y advertencias.

Cada cual con sus afanes, y por eso no nos debería sorprender que esos proyectos que nos extrañan o nos espantan sigan su trámite airoso sin perder el paso, ya que ocupan la agenda diaria de los contumaces. Son su rutina, su pan, la anotación en el calendario de Fray Leopoldo, con círculo rojo y todos los días de la semana. Se llame Torre del Puerto, tranvía en superficie u hotel entre eucaliptos, los contumaces van con el paso incansable y la organización de una comunidad amish, de manera que un día, mira uno a la derecha y se encuentra un mamotreto salido de la nada, cargado de sellos y bendiciones administrativas y amén.

Y los comunes, tras superar la sorpresa, vuelven de inmediato a pedir cita para el dentista, mirando con el rabillo del ojo a la niña, no se vaya a estampar con la bicicleta. Cada cual con sus afanes.