Era una mañana indecisa; hacía viento que a veces se paraba, los claros y las nubes se sucedían y tan pronto hacía frío como un calorcito agradable. Era Málaga y era febrero.

Victoria paseaba por calle Larios, con una sensación de día festivo de bolsillo. Los ordenadores de su empresa habían sufrido el ataque de un virus llamado Seagull y no se podía currar hasta que los limpiasen. Al igual que el resto del personal, salió a la calle extrañada, como si hiciera algo malo y la fueran a pillar. «Anden, anden, que días como hoy son caprichos del destino; dense una vuelta por ahí, a ver si les cambia la vida», les había dicho la jefa, acostumbrada a soltar frases lapidarias para darse aires de grandeza. Victoria no necesitaba que el destino le diera un vuelco justo un miércoles por la mañana, solo con ver la ciudad a una hora desacostumbrada se sentía bien. Estuvo tentada de entrar en alguna tienda de ropa, pero decidió no hacerlo y seguir hacia arriba: iba a tomarse un café con dos terrones de azúcar en vez de sacarina y a leer el periódico en papel. Silenció el móvil.

Fue entonces cuando la vio Stefan, que iba en dirección a la Alameda. Iba tranquilo, protegido de la hiriente luz del sur con sus gafas de sol y tras haber vendido su bici por un precio adecuado, lo que le permitiría pagarse el billete de vuelta a Hamburgo sin tener que hacer de diyéi en una boda más. Sonrió para sí. Le gustaba Málaga, pero prefería el mundo. Había algo en aquella ciudad que le había hecho visitarla más de tres veces, hecho inaudito en un trotamundos como él, pero no se veía comiendo pescaíto frito y berenjenas con miel vegetal el resto de su vida. «Y tú, Stefan, ¿cuándo te vas a casar?», le había preguntado el sábado la madrina de la boda, con esa familiaridad tan universal que dan las copitas de más. Lejos de molestarle, esa pregunta le divirtió; y en su respuesta se puso serio -aun con la canción pachanguera de turno de fondo- y habló de las mujeres que le gustaban, de los malditos compromisos y de la fugacidad del amor.

Victoria vio cómo el guiri la miraba. Tendría su misma edad y una perilla desarreglada, que ella con gusto le hubiera recortado; la ponía nerviosa el desorden, y más en el pelo. Nunca se lo había dicho a nadie y quizás ese era uno de sus deseos inconfesables: envidiaba eso de tener que afeitarse todos los días, de poder dejarse barba, perilla, mosca o bigote. No era coqueta ni presumida en exceso, pero de haber tenido barba se habría podido tirar horas delante del espejo.

Stefan notó la mirada de la mujer y se puso nervioso. Parecía que lo analizara y que había encontrado en él alguna cosa que no acababa de convencerla. Se preguntó qué era y, justo en ese momento de duda y curiosidad, algo se estrelló con fuerza en las gafas de sol y le impidió ver la calle y a la chica. ¿Dónde se había metido? Siguió avanzando por inercia con el mismo caminar distraído que llevaba, hasta que chocó con la chica y volaron las gafas. Acabó en el suelo sobre ella, cuerpo con cuerpo, nariz con nariz. Stefan quedó sin habla, sintiendo en sus labios el aliento de la desconocida. No sabía qué hacer y menos qué decir. Fue ella, tras unos segundos interminables, quien rompió el silencio. «Te ha cagado una gaviota», le dijo.

Stefan se apresuró a levantarse. La cogió de la mano y la levantó. «¿Estás bien?», le preguntó, con una sonrisa nerviosa. «Sí, sí, gracias -se apresuró a decir Victoria-, estoy bien, muchas gracias». Stefan aprovechó para ir en busca de sus gafas, que lucían una enorme mancha. Victoria empezó a reírse con muchas ganas. «Ven, vamos a lavarlas», le dijo. Stefan se dejó llevar sin decir nada; mejor dicho, era incapaz de añadir nada más a esta forma tan cómica de conocerse, que sería motivo eterno de risa para sus amistades.

Eso sí, sintió como nunca antes una manifestación de mariposas felices en su estómago.