Es ingrávida pero pesa. Se mueve con sigilo pero suena como el latido de los recuerdos y su eco. No tiene color pero la negrura la define. Nunca te coge la mano o te abriga alguna acaricia. Ni siquiera hace un ruido de tu nombre. Unos 4,6 millones de españoles la conocen. Alguna vez los ha visitado y después de un tiempo se ha marchado, sin dejar una nota con dos palabras parecidas al afecto. En cambio, 3,3 millones la tienen sentada a su lado a diario, con ojos grandes reflejándolos desde un fondo gélido. Es su dolorosa compañía. Su enfermedad invisible. Se llama soledad pero no responde si la llaman. Es como un ángel de silueta borrosa y aire frágil que todo lo va cubriendo con sábanas blancas. La memoria, la voz, los objetos, el sosiego, el silencio, el insomnio sin rincones a los que fugarse, a esa hora de la noche por la que nadie cruza motorizado detrás de un deseo en cuyo hechizo tenderse.

En casa de quienes la padecen no suena el teléfono. Y a la puerta ya no golpean los antiguos vendedores de enciclopedia, ni Avon irrumpe con cremas de belleza o para engañar en el espejo la edad y sus expresiones. Tampoco los que sufren sus elevados niveles de cortisol, la disminución de su inmunidad y su depresión, marcan el número de nadie. Lo habitual es que su agenda esté llena de fantasmas, y en el caso de tener familia no hay horario en el que no molesten. Su jornada es una rutina que se repite. Un reloj que cada vez se mueve más despacio entre el borde de la cama sobre el que pensar una deriva por la que levantarse; algo de sol a media ventana y una ilusión de paisaje; un paseo alrededor del barrio; a veces la compra de una bolsa de plástico delgada en su contenido; la comida cada día más liviana y sin la exigencia de un sabor que compartir; algunos bostezos cansados de tristeza a la tarde donde tanto se echa de menos, y la noche frente a la tele con las manos en un mismo nudo sin diferente tacto. La vida en penumbra esperando deshacerse del todo.

Esa soledad no talla el carácter. La de los hombres que envejecen en pareja, la de las mujeres que lo hacen solas ni la de sus viudos que menguan más rápidamente o se extravían. Nada tiene que ver con la que uno necesita para descubrirse y entenderse, ni con la que se busca zurcir un dolor a tamaño del corazón. No existe en ella refugio adolescente que huela a árbol, ni espacio donde encomendarse a nada, y descargar de imágenes, de emociones y de piel muertas la memoria y la vida con las que explicamos lo que somos. No hay poema ni heroísmo o belleza alguna para esa otra soledad de la que nos dan noticia a diario los muertos sin un beso en la frente, un llanto que no llueve o una pena en las entrañas de la garganta, y sin más testigo que una vieja sombra en la sombra. O de las 132 emergencias que atendieron el pasado año los Bomberos de Barcelona, reclamados para abrir puertas de casas que ocultaban un suspiro caducado. Igual que el de la mujer de León con dos meses rezumando cadáver, descubierta esta semana en la que se ha ido el frío de carnavales.

Hace una década que los forenses alertan del incremento de personas que fallecen sin que su desaparición levante sospecha entre aquellos que las rodean pero apenas les echan cuenta. Suelen tener por encima de los 70 años, no siempre padecen una enfermedad y en muchos casos llevan una vida autónoma pero sin supervisión familiar, y son el hedor o algún vecino los que alertan. Según el último boletín publicado sobre vulnerabilidad social, realizado por Cruz Roja, una de cada cuatro personas mayores en España no recibe visitas nunca. Su vejez se consume tiritando de soledad en su concha, sin ruido dentro del tiempo de una palabra en la que Víctor Hugo ubicó el infierno. Ese mismo estudio certifica que un 45,3% de los ancianos cree que la ciudadanía los considera una carga para la economía y la Seguridad Social. Es imposible no pensar en La fuga de Logan, la distopía literaria de William F. Nolan que Michael Anderson llevó al cine en 1976 y en la que en una sociedad de 2116 los jóvenes eran inducidos a un sueño definitivo cuando cumplían los 21 años, la edad máxima permitida. También en la crudeza de La balada del Narayama que Imamura estrenó en 1983 y en la que se cuenta como Orín, la abuela más anciana de su familia, va a cumplir setenta años en perfecto estado, y para cumplir las leyes ella misma se va arrancando los dientes a escondidas para hacer ver a su hijo Tatsue que es una carga y como todos los viejos ha de ser dejada en la cima del Narayama.

En España, según los últimos datos del INE, de 18 millones y medio de hogares que había en 2016, uno de cada cuatro era de personas solas. Un dato que crece a un ritmo del 4% anual y que debería hacer más visible este problema social que se esconde a nuestro lado, sin enseñarnos su dentadura. Todos tenemos una vecina a la que cada vez vemos menos entre el portal y el ascensor. Un vecino que habitualmente nos propone invitarnos a una cerveza en la soledad de su mediodía. Gente que alguna vez convivió con la felicidad y a la que los años, la viudez, el futuro extranjero de sus hijos, la economía de la pensión que todo lo precariza, los ha ido excluyendo de un sistema que sobrestima la juventud, la belleza, el éxito y el dinero. La atención a los ancianos, y la simpatía hacia ellos, sean o no de la familia, se pierde del todo con la generación educada en el cuidado de los abuelos en casa, y que actualmente gestiona la soledad de sus padres como puede, con ayuda de terceras personas contratadas o con la búsqueda de residencia -las privadas como hoteles de cinco estrellas pero sin las prestaciones correspondientes- en las que medican la soledad, la ponen a hacer manualidades, y la infantilizan sin tener en cuenta su experiencia ni su autoestima. La generación baby boom que para 2035 situará a España como el tercer país más envejecido por detrás de Japón e Italia, sin una política geriátrica de calidad y dependiente de una metodología pedagógica que de momento no tiene en cuenta el nivel intelectual medio y la dignidad en su independencia de los ancianos sin demencia ni alzhéimer.

Sin duda hay que copiar a Reino Unido -con 9 millones de mayores de 65 años- uno más que nuestro país- y donde el gobierno ha nombrado a Tracey Couch Secretaria de Estado para luchar contra lo que se considera una epidemia social que no deja de extenderse. La compañía artificial de la televisión y la conectividad a las redes han demostrado no servir para paliarla. Las preferencias demandadas son cercanía, calor humano y conversación. Algo que alrededor de 200.000 personas confesaban no haber practicado desde hacía más de un año, según el estudio de la revista inglesa Psychosomatic Medicine. El mismo problema que se intenta paliar en España desde hace décadas con oenegés como El teléfono de la esperanza, los voluntarios de la Fundación Miranda o de Nagusilán en Euskadi entre otras asociaciones. Pero a su solidario trabajo es conveniente sumarle políticas reales y una educación, familiar y académica, que promuevan el enriquecedor intercambio intergeneracional, la recuperación de las relaciones de vecindad y especialmente el concepto humano de hacer con en lugar de hacer por. Es obligación de todos cubrir el vacío de una edad de la que ninguna luz te rescata, y en la que uno se sabe en un precario equilibrio en el que resulta difícil convivir con la memoria de lo ausente, y el presente a la pata coja, sin que ningún pájaro cante y cante arrullando el silencio y la soledad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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