Primera mañana que salgo a correr. Un perro. Me sigue un perro. Es un perro atleta, sin duda. Pero poco atleta, dado que mi paso no puede calificarse precisamente de veloz. El perro es enjuto y ladrón. O sea, que ladra mucho. Como ladra mucho, pierde comba. Entonces lo adelanto y ahí tengo mi primera victoria. Una victoria que me da tanto aliento que me impulsa a correr un trecho extra. Diez metros más, en concreto. Desafiando mis propios límites.

Me olvido del perro y descanso. Tardo más en recuperarme de correr que en el correr propiamente dicho. Luego pienso en lo que tardo en recuperarme. En total, entre correr, recuperarme y pensar en lo que tardo en recuperarme se me va la mañana. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo puede calificarse la mañana de atlética. Tengo agujetas así que no hago planes para la tarde. La tarde es larga, como el sofá y como la última novela de Auster, así que el día se marcha entre carreras, carrera mejor dicho, recuperación, sofá y libro. Libro mañana, pero no sé si volver a salir a correr. No sé qué pensará el perro de todo esto. Igual sigue ladrando o no tiene dueño o es un perro liebre de esas que ponían a los galgos para que corrieran. Corro a cambiar de pensamiento. Pienso en cambiar de deporte. Si cambio de deporte el primer día no voy a ganar un campeonato de fidelidad al deporte de correr, pero también es verdad que para algo tengo una bicicleta.

Con la bicicleta le podría ganar al perro, que para las veces que sale en esta columna podría tener nombre ya. O ser designado con uno. José Luis u Otto, por ejemplo. Pero igual alguien lee esto y corre a denunciarme ante la protectora. La protectora de lectores, por ejemplo. Pero no hay que alarmarse. Ni correr. Bueno, correr sí. Por la mañana. Por la tarde hay que recuperarse. Por la noche hay que recuperarse de recuperarse. Aunque si tienes perro conviene sacarlo a pasear. Antes de que las agujetas sean insoportables. Insoportables pueden resultar las agujetas del perro de un atleta principiante. A veces veo a gente que va en bici y lleva enlazado a su perro. Ellos van tan ricamente pedaleando cuesta abajo y el pobre chucho va con la lengua fuera molido tratando de seguir el ritmo. Pero las ruedas son más rápidas que las patas. Incluso que las piernas. Eso es así desde que el hombre es hombre. Desde que el perro es perro. Pero sobre todo es así desde que se inventó la rueda, que es instrumento decisivo para la civilización pero no utilizable a mi juicio para pegarle palizas de correr al perro. A Otto.

A esos les hacía yo tragar la bicicleta con sus dos ruedas y su cadena, el manillar y los frenos. A esos que cansan tanto a Otto, que como ya he dicho podría llamarse también José Luis o Adalberto. No sé si se conoce más gente corriendo o paseando al perro. La gente es que es muy de acercarse cuando te ve con un perro. Sobre todo si también lleva perro. Es entonces cuando a veces tiene lugar una conversación a cara de perro.