Con la autoridad que me da haber parado en mi niñez varios penaltis a Enrique Castro «Quini» y a su hermano Jesús Castro, en los campos de La Toba, en Llaranes, debo decir, y digo, que el luto por el gran Quini debe finalizar cuando antes para así poder disfrutar de su legado como él se merecía. Quini nos lanzó a mi hermano Nacho y a mí varios penaltis en aquellos maravillosos campos de barro y hierro en Llaranes de los que todos los niños salíamos sucios y felices, y lo hacía con la elegancia que siempre le definió: golpeaba el balón lo bastante esquinado y fuerte como para que no nos diéramos cuenta de que quería que lo paráramos, pero no lo bastante esquinado ni lo bastante fuerte como para marcar gol y dejarnos a mi hermano y a mí un poquito tristes. Así era Quini. Así era Jesús Castro. No hay por qué beber las cenizas de Quini mezcladas con vino (ni con sidra), como hizo Artemisa, reina de Caria, después de la muerte de su esposo Mausolo. No debemos esforzarnos en construir un Mausoleo tan fastuoso en el que guardar la memoria de Quini que entre a formar parte de las Siete Maravillas de Mundo Futbolístico, como hizo Artemisa para guardar los restos de su marido. No tenemos que empeñarnos en recordar siempre a Quini con el frescor del primer luto, porque entonces acabaremos como Artemisa, que no pudo librarse nunca de la desolación por la muerte de Mausolo y esa desolación la fue minando lentamente y precipitando su final. Ni cenizas con vino, ni mausoleos maravillosos, ni desolación eterna. Todos los futboleros (y no futboleros) estamos tristes por la muerte de Quini, pero esa tristeza tiene que debilitarse pronto porque, de esa manera, la influencia de Quini en nuestras vidas nos hará mejores futboleros y, estoy seguro de ello, mejores personas.

Yo, que siendo un niño paré penaltis a Quini, le digo que no ha habido un delantero centro, un goleador, un «9», un rematador como Quini. El filósofo Bertrand Russell observaba que las palabras que nombran suculentos manjares determinan la salivación, del mismo modo que las palabras voluptuosas provocan cuando son pronunciadas algunos de los efectos que se producen en las situaciones que sugieren; sin embargo, no hay palabra alguna que produzca el estornudo o las reacciones propias de las cosquillas. La palabra «pimienta», por ejemplo, no hace estornudar a nadie. Pues bien, creo que a partir de ahora, si es que conseguimos librarnos del síndrome de Artemisa de Caria, pronunciar la palabra «Quini» en ambientes futboleros determinará no sólo la salivación y las ganas de contar anécdotas de Quini (como la anécdota de mi experiencia como portero imbatido desde el punto de penalti) y los mismos efectos que producen palabras como «orgasmo», sino también estornudos y reacciones propias de las cosquillas.

Escucharemos el nombre de Quini y se producirá una liberación imparable de las ganas de hablar de fútbol y una risa que afectará a todo el cuerpo. Un estornudo es liberador, y las cosquillas nos hacen reír con todo lo que somos. El nombre de Quini también será liberador porque Quini no fue un futbolista del Sporting o del Barça del mismo modo que Ronaldo es un futbolista del Madrid, sino un futbolista total, un futbolista del pueblo y para el pueblo que todos consideramos como nuestro más allá del color de la camiseta. El nombre de Quini también nos hará reír con el cuerpo porque intentaremos imitar sus goles, y Quini marcó goles con todas las partes de su cuerpo y alguno se llevará un buen golpe queriendo reproducir aquél inolvidable gol al Rayo Vallecano. Quini y la salivación, Quini y la voluptuosidad, Quini y el estornudo, Quini y las cosquillas. Hágame caso. Nada de cenizas, mausoleos y tristezas demasiado largas. Es la hora de salivar, disfrutar, estornudar y reír con todo el cuerpo. Es la hora de Quini. Ahora, Quini, ahora. Se lo digo yo, que paré penaltis a Quini.