La memoria se acuesta tarde. Todos los jueves. Cuando la televisión se sacude impertinente el placebo de la basura con el que la mayoría de los espectadores desconectan de la exigente verdad sin condiciones. Hemos avanzado en la tecnología por encima de las fronteras; la sociedad es un multibazar globalizado; la ciencia edita genética y los extremos del mundo están al alcance de alas low cost. Nada que ver con las periferias de nuestros padres y los campos de fantasmas de los abuelos. Tampoco con nuestras calles de tierra a la rayuela, y domingos de tebeos. Nos han instalado en una galaxia de comunicaciones, y a la vez de autismos, de promesas en 3D y amenazas robots a la vuelta de la realidad con wifi. En cambio retrocedemos en la educación y en la cultura. Sin que nos diésemos cuenta, o sí y consintiéndolo sin resistencia, ni siquiera clandestina, llevan décadas sustituyéndonos las ganas de aprender, de descubrir y de saber por las risas a pierna suelta o la opción de irse a la cama con dolor de espalda o de cabeza. Da igual que tengamos muchos canales. No hay ninguna diferencia. Actualidad, ruido y rifirrafe, zafiedad reality, alguna que otra serie o película de mediocre calidad con desesperantes cortes publicitarios, en los que nos dicen que la poesía habita hoy. Y mucho fútbol con análisis de gallinero equidistante de aquel Estudio Estadio del joven Matías Prats con José Luis Garci y Manuel Alcántara con esférica literatura; otros que la juegan Stevenson y western son Manuel Jabois y Juan Tallón.

Nada que ver con el presente, lo estético, lo formativo, con la sonrisa inteligente y la entrevista a fondo desde la sombra, sin pantalla en las parillas compitiendo por el mismo público. Ese que no dialoga con la lectura ni con los interrogantes y reflexiones que nos explican los mundos del mundo como Muñoz Molina enseñándonos a escuchar la ciudad con los ojos abiertos y la escritura de pasos antiguos y vivos en Un andar solitario entre la gente. Un libro por el que viajar y extraviarse como una forma de aprender que nada hay ajeno a la imaginación. En él y en otros tantos fuera de las televisiones, encuentro solidez, ideas, posibilidades, una mejor evasión. Sus voces son como la aguja de un tocadiscos que traduce en música interior los surcos de su pensamiento.

Un disfrute que igualmente obtengo cuando me acuesto tarde los jueves después de reencontrarme con mi memoria, en un excelente programa, tejido con retales de archivo y las revisiones de sus protagonistas en planos de ahora. Sucede en televisión española, se llama Ochéntame otra vez, sus directores son Paloma Concejero, Irene Arzuaga y Jordi Barrachina, y tiene de media un millón y poco de espectadores. Sus más de cien capítulos han tratado sobre la capacidad de sacudirnos el hollín del franquismo; acerca del desafío de construir un nuevo destino, a veces con la letra torcida, y una igualdad todavía descompensada y con dolorosas aristas. Actrices del cambio, ¿Qué fue de los cantautores, Benidorm, Benidorm, Emigrantes de ida y vuelta, La libertad tenía un precio, Reporteros de guerra, El sueño olímpico con sus rostros entrevistados, testimonios directos y en portadas de prensa, la música de fondo y estribillo de la memoria de cada aventura de la que somos Historia.

Cada entrega nos enfrenta a la cadencia de nuestros pasos del blanco y negro al color de las promesas que hoy son cicatrices. A entender el derroche y la recolección del tiempo, la satisfacción de muchas importantes cosas conseguidas, y a preguntarnos si de verdad hemos cambiado tanto sin hacer la revolución arremangados. Y por qué y cómo se nos están destemplando la vida y la libertad. La primera maniatada entre la deuda del derroche, el impuesto de la austeridad y la ética en negro. La segunda, enrocada en la reclamación de su Arcadia espiando a periodistas, políticos y policías no afines a su ideal, o empoderada en la otra orilla del desencanto y la corrupción. Empezamos a sospechar que volverán pronto a tirar de una patada la puerta exterior de nuestra intimidad, si se lo dicta la fe de su olfato. Con ambas la moral ha vuelto a usar gabardina con placa detrás de la solapa.

Ninguna tiene en la cultura su banda ancha ni en ella la política sustenta la educación sobre la que Hesíodo nos enseñó que ayuda a las personas a aprender a ser lo que son capaces de ser. Su término se vincula al turismo pero hasta ahí llega y no salta a los programas de campaña ni a destacar en sus presupuestos ni en su coherencia. Un reciente ejemplo han sido las Medallas de Bellas Artes que reconocieron a un torero y a un decorador pero no premian, desde 2014 cuando la obtuvieron José María Sicilia e Isidoro Valcárcel, a un artista plástico. Se le afeó con elegancia al ministro la galerista Isabel Hurley en el acto de Málaga. Capital de los museos y con un Festival de Cine que cumple 20 años, con algunos olvidos de los que contribuyeron a darlo a conocer, pero que deja en menos que en un segundo plano el valor de la literatura. No ha convencido Paco de la Torre a su socio de Ciudadanos desde que éste consideró más promocional y rentable un hotel que agrade el paisaje -pero repartirá dividendos- que un Instituto del Libro ajeno a otros capitales que no sean los del pensamiento, la dignidad del libro y la educación del lenguaje.

Y es que si la cultura continúa siendo la Cenicienta, la literatura representa a sus ratones. Lo demostró la audiencia del pasado jueves de Ochéntame otra vez dedicado a La república de las letras. 664.000 espectadores frente a un formidable capítulo acerca del boom de la joven literatura española que en su día representaron Almudena Grandes, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Rosa Montero y Manuel Rivas entre otros escritores. Brillantes, rebeldes, de buen fondo lector y en construcción su identidad profesional, cuyos libros que parecían estar destinados al paladar de las minorías obtuvieron un insospechado éxito de ventas, porque en los años ochenta los lectores invadieron el espacio de la literatura. Lo explicó Juan Cruz, un maestro del periodismo cultural que también exploraba en aquella década la narrativa de lo cotidiano y la biografía de la memoria de otros y de la suya, escribiendo a veces hacia dentro y muchas más hacia fuera. No ha dejado de hacerlo en 57 años en el tajo del periodismo -que a diario pelea por sobrevivir- sin dejar de enseñarnos el ejercicio de la mirada para indagar por detrás de las apariencias, a respirar la intuición de la calle y a preguntar para saber. Dos importantes objetivos presentes en los programas con los que se pespuntaba la televisión pública de aquella literatura que contribuyó a que España entrase en la normalidad. El pionero Encuentro con las letras de Carlos Vélez de 1976 al que le siguieron Las cuatro esquinas, A través del espejo, Autorretrato, Estrellas en el cielo, Fin de siglo, A pie de página y Tiempos modernos entre otros espacios de palabras nuevas y humo de tabaco, presentados también por jóvenes escritores como Julio Llamazares o Alejandro Gándara. Qué diferencia entre aquellos Terenci Moix, escénico y picante, y el sobrio Eduardo Sotillos y las Mercedes Milá o Jorge Javier Vázquez de los últimos años de la grisura en jarras en prime time.

Al margen del pedregal actual dejo a conciencia el páramo desolador de las televisiones privadas y de la nuestra autonómica, ensimismada una en la folklorización y el bochorno, y las otras tarifando publicidad con los estereotipos de la evasión, las hormonas del reality y la política agitada. Menos mal que nos quedan Días de Cine, Página 2 -cada vez mejor Óscar López-, Atención Obras y Ochéntame otra vez. Qué necesario sería también volver a trasnochar con La clave de Balbín, y recuperar la conversación en debate. Otra importante isla entre las islas de la cultura -ella sí que es una República- en las que sentirse Robinson en ese hermoso oficio de contar y de sentir.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es