Hay debates que nacieron para nunca cerrarse. Allá en el horizonte, aún lejanos, comienzan a distinguirse redobles de tambor. Ese airecillo urbano generado por el trasiego diario que acontece en nuestras calles ya vaticina las primicias de ese golpe dulzón con el que nos envuelve el incienso. La Cuaresma está más que avanzada. Ya marchó el Carnaval, con sus ecos, proclamas y denuncias. El murmullo que, entre bastidores, genera la Semana Santa de Málaga está servido. A partir de aquí, hay ciertos temas relacionados con la causa, a veces meras frivolidades o exageraciones, que se reiteran cada año por los mentideros. En breve, se comenzará a platicar sobre lo propio o impropio de los horarios relativos al recorrido de los tronos, de sus trayectos y de la mayor o menor inseguridad que las multitudes pudieran generar en caso de avalancha. Como también aflorará la consabida diatriba, tan a la moda el año pasado, sobre la conveniencia o no de prohibir esa suerte de permisividad urbana que entorpece el tránsito peatonal mediante la colocación espontánea de sillas plegables por parte del listo de turno que pretende reservar sitio para sí mismo, para su señora y para su prole. Quizá también para la madre que lo parió. Las habituales quejas de los ciudadanos afincados en el Centro acerca del colapso procesional de las calles y la imposibilidad de acceder a los domicilios que legítimamente les corresponden según padrón municipal, escritura pública de constitución de hipoteca o contrato de arrendamiento se verán enfrentadas, como todos los años, a las de quienes proclaman aquello de «¿no querías Centro?, pues toma Centro». Y así sucesivamente. Vayan pensando reincidencias en torno a la Semana Santa y verán como vuelven a brotar este año. La anécdota de Antonio Banderas en el submarino de la Esperanza frente a aquella malagueña de pro, los consabidos piques o puñaladas entre hermandades y la reiterada controversia sobre la excesiva pompa y boato de unos actos que algunos critican como vacíos de contenido inundarán los chascarrillos de supermercado, los radiofónicos, las barras de los bares y las peluquerías. Pero no todo es tan superfluo ni tan esperpéntico. A veces, basta con abrir un poco los ojos para encontrar la verdadera profundidad que no sabemos apreciar entre los quebraderos de lo cotidiano. Yo, que vivo más la Semana Santa como retiro espiritual que como recorrido procesional, he tenido la oportunidad este año de entrar de lleno en una experiencia que rompió muchos de mis prejuicios y aportó sentido donde antes no era capaz de verlo. No citaré nombres, por aquel mandamiento evangélico de que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha. Tan sólo diré que tuve el placer de ser invitado por unos amigos a un encuentro organizado en su sede por parte de la Seráfica Hermandad de la Santa Cruz y Nuestra Señora de los Dolores en su Amparo y Misericordia. Lo que allí me encontré, sin duda, rompió moldes. Sería injusto no comenzar alabando la excelente acogida que me brindaron unas gentes que yo no había visto en mi vida y que en su casa me hicieron sentir como si estuviera en la mía, como si yo mismo formara parte integrante de aquella gran familia. Una unión de hermanos, que es lo que en definitiva significa la palabra cofrade, que lo son fuera y dentro, en Semana Santa y el resto del año. Familias que, además de procesionar sus imágenes, abrazan los valores de la sencillez, la caridad y el servicio. Unos ideales eminentemente franciscanos que llevan arraigados no sólo a modo de título sino también, y de ahí brota su ejemplo de coherencia, en sus actitudes. Una hermandad que nació con el objetivo de paliar las necesidades de las familias más desestructuradas de su entorno parroquial y que, hoy por hoy, sigue manteniendo la misma filosofía a través de su colaboración, por ejemplo, con el economato de la Fundación Corinto. Coherencia, asistencia social y espiritualidad van cogidas de la mano en este grupo de fieles que viven su fraternidad allá donde se encuentren, no sólo en lo divino sino también en lo humano. Y eso es lo que los hace grandes: Una mirada hacia Dios, una mano extendida a los necesitados y, por supuesto, los pies en la tierra.