En Berlín, capital que fue de aquel Reich que pretendía durar un milenio, se ha hecho todo lo posible para que no se pierda nunca la memoria de lo que fue la dictadura hitleriana y para recordar a sus víctimas.

Cuando uno pasea por ciertos barrios del centro, ve en las aceras pequeñas placas metálicas con nombres y apellidos de personas de origen judío y la fecha de su muerte en alguno de los campos de exterminio de aquel régimen genocida.

Las plaquitas recuerdan donde vivían esas personas, muchas de ellas respetados profesionales de clase media que parecían integrados en la sociedad alemana hasta que llegó la barbarie nacionalsocialista y quiso deshacerse brutalmente de ellos.

En Berlín y otras ciudades alemanas, los edificios que albergaron instituciones de aquel régimen, como por ejemplo la temible Gestapo, su policía secreta, exhiben escritos donde se cuenta su siniestra historia durante el nacionalsocialismo.

En vano buscaremos, por el contrario, referencia alguna a lo que ocurrió durante el franquismo en los calabozos del edificio que albergó durante el franquismo la llamada Dirección General de Seguridad, centro de detención y tortura de cuantos lucharon contra el régimen, y hoy acoge el Gobierno de la Comunidad de Madrid.

En su fachada pueden verse dos placas: la más antigua recuerda a los héroes del 2 de mayo de 1808, aquéllos que se levantaron en defensa de la independencia de la patria y a favor de un rey felón que luego traicionaría a su pueblo, y la otra, en memoria de las víctimas de los salvajes atentados terroristas de 2004.

Es la diferencia entre el final de un régimen como el nazi, derrotado por las armas de las potencias aliadas, y el de otro, que sólo acabó con la muerte en la cama del dictador tras casi cuatro décadas de represión y paz de los cementerios.

Reflexiono sobre todo eso al leer la noticia de la visita al Valle de los Caídos, continuo lugar de peregrinación de los nostálgicos de aquel régimen, de un grupo de eurodiputados a invitación de Podemos e Izquierda Unida.

El Valle de los Caídos, cuya visita forma por cierto parte, junto al Escorial, de una oferta turística, es símbolo del nacional-catolicismo, de aquel régimen en el que los obispos saludaban brazo en alto a un caudillo al que paseaban bajo palio.

Ese mausoleo a la mayor gloria del dictador, fue construido, como es sabido, por presos políticos republicanos y está actualmente gestionado por una comunidad benedictina que tiene la ´competencia inviolable´ sobre la basílica.

En el Valle de los Caídos reposan no sólo los restos de Franco, junto al altar mayor de la Basílica, o los del fundador de la Falange, sino también los de casi 34.000 personas, muchas de ellas víctimas de la dictadura y de las que 12.400 no han podido ser identificadas.

«Es un insulto a las víctimas», dijo una eurodiputada que lo visitó. Un insulto que se permite que continúe tras décadas de gobiernos democráticos.