Lo escribí ya una vez: indigna la permanencia, sin que autoridad, partido, grupo social, asamblea de barrio o pareja de mus diga ni mu, de la estatua de Augusto que domina, con gesto prepotente, el rincón urbano más noble de mi ciudad marítima; una insoportable afrenta a la dignidad de todos los pueblos que dominó y esclavizó, pero en especial a la de aquéllos que, como Cántabros y Astures, fueron victimados por sus legiones. ¿Cómo se entiende que los descendientes de las víctimas honren a su cruel verdugo, que para colmo arrinconó su dulce habla autóctona (supuestamente parecida al primitivo Euskera) para imponer una lengua extranjera? Sólo palomas y gaviotas, con sus excretas sobre la efigie del Emperador, salvan el honor de este pueblo, como lo hacían también al deponer sobre la estatua de su colega esclavista el marqués de Comillas, hasta que la alcaldesa Colau la depuso.