En estas semanas se está evocando la historia de la gestación de Frankenstein, la famosísima novela de Mary Shelley, uno de los libros más leídos del planeta. Solo en lengua inglesa se acaban de publicar cuatro libros importantes, dedicados al mito del Prometeo moderno y a su autora, Mary Shelley. No en vano en este año se celebra con una intensidad inusitada el bicentenario de su publicación. Es indudable que este relato nos interesa más que nunca. Quizás por la coincidencia con la irrupción de novedosos fenómenos, como la inteligencia artificial, los ´bots´ cibernéticos o las pulsiones y manipulaciones de las redes sociales; además de las amenazas de la posverdad, al servicio ésta de gansteriles cleptocracias. Todos ellos infinitamente más amenazadores que aquel patético monstruo, creación del doctor suizo que protagoniza la novela, Victor Frankenstein.

Durante más de una década un servidor de ustedes tenía que viajar por motivos profesionales a Alemania. Es un país en el que siempre me he sentido muy cómodo. Quizás por conocer el idioma y apreciar su cultura y sus costumbres. En una ocasión tuve que viajar a mediados de los años setenta de Frankfurt a Saarbrücken, ya lindando con la vecina Francia. Creo que fue a bordo de un ´Intercity´ de los Ferrocarriles Federales Alemanes de la época. Casi a mitad del trayecto, ya en el Palatinado, el tren, al salir de un túnel, aminoró la marcha al acercarse a la estación de un pintoresco lugar llamado Frankenstein. No se detuvo. Como su nombre indica, los ´Intercity´ comunicaban solo a grandes ciudades. Me quedé con las ganas de visitar esa bucólica y algo melancólica localidad. Por supuesto, me había llamado la atención el que existiera un lugar en Alemania con el mismo nombre que el título de la novela de Mary Shelley. Me interesaron también las ruinas de una vieja fortaleza en la cumbre de una montaña vecina, fugazmente divisada desde el tren. Después descubrí que la primera mención histórica del castillo de Frankenstein databa de 1146. Sus primeros ocupantes fueron las huestes de un señor feudal de la época: el Edelfrei Helenger de Frankenstein. Su historia refleja las turbulencias de sucesivas épocas, incluida la presencia de tropas españolas durante la Guerra de los Treinta Años.

Nos imaginamos a aquellos cinco jóvenes ingleses hablando en junio de 1816 de historias tan fantásticas como tenebrosas. En una larga noche de tormenta en el marco de aquella villa alquilada por Lord Byron en las orillas ginebrinas del lago Lemán. El anfitrión y su acompañante, el doctor John Polidori, atendían a sus invitados: el poeta Percy Shelley, y su futura esposa, la jovencísima Mary Godwin. Y la hermanastra de ésta, Claire Claremont.

¿Cómo se le ocurrió a Mary, aquella inexperta joven escritora, compañera de aventuras de un brillante y prometedor poeta, el nombre del personaje de su futura novela, el doctor Frankenstein? En el relato fue él el que dio vida y nombre al célebre monstruo, un engendro recosido de retazos de cadáveres, probablemente uno de los mitos literarios más persuasivos de la historia. No lo sé. Aunque sí recuerdo algunas de las teorías. Entre ellas, la que recoge el quizás posible paso de Mary Shelley y su futuro marido por el pintoresco pueblo alemán de Frankenstein, camino de Suiza.

La Villa Diodato, aquella hermosa mansión, en la que Lord Byron recibió a sus jóvenes compatriotas, goza hoy en día de una excelente salud. Sigue en manos privadas. Y por supuesto forma parte del patrimonio de la ciudad de Ginebra, una de las joyas de Europa. Se levanta en el número 9 del Chemin de Ruth, en la comuna de Cologny, con unas espléndidas vistas del lago, en uno de los barrios más deseables de la ciudad. Etuve allí en noviembre del 2013. Me habían invitado unos amigos de la Convención Europea del Paisaje con motivo de la celebración por los ciudadanos de Ginebra de un referéndum sobre la protección de las riberas del lago Lemán, amenazadas por la presión urbanística. Una vez más, el pueblo más inteligente del planeta no nos defraudó. Por una amplia mayoría, los ginebrinos decidieron que su historia, su ciudad, su lago y sus paisajes eran un patrimonio sagrado y por lo tanto intocable.