Lo bueno y lo malo, como todo lo procedente de «esta raza avanzada de monos» (según indiscutible definición de Stephen Hawking, a quien el universo tenga en su gloria), ha sufrido a lo largo de la historia tantas modificaciones como la arena de la playa que estoy viendo ahora mismo, desde mi ventana, azotada de nuevo por otro temporal, que quizás sea el mismo desde hace ya no sé cuántas semanas. Nuestros avances han ido muy rápido en las cuestiones tecnológicas, científicas en general, y un poco más lento en lo que se refiere a los valores éticos que deberían marcar nuestro comportamiento, nuestra manera de conducirnos. Seguimos discriminando a la gente por su raza, su color, su sexo, su escala social, su forma de vestir, sus gustos y sus ideas. La libertad, la real, la que te permita desarrollarte sin más freno, límite y frontera que la libertad del otro, sigue siendo una utopía que algunos soñamos a pesar de estar seguros de que no la vamos a ver, y sin embargo seguimos luchando por ella cada cual con las armas de que dispone (yo, nada más que con palabras, mis pobres palabras).

Pero en este empeño no podemos usar el retrovisor. Este no es un camino con freno y marcha atrás, como en aquella obra de Jardiel Poncela, en el que se pueda revisar qué hicieron quienes nos precedieron y, si no cumple los estrechos cánones de nuestra pureza y bondad recién decretada, abolirlo, boicotearlo, censurarlo.

Es evidente la incorrección ética (a nuestros ojos) de gran parte de la literatura y el arte que nos ha precedido, pero no podemos juzgar a sus autores con los parámetros de nuestro tiempo, porque, además de ser una estupidez y una tremenda injusticia, prácticamente nadie pasaría la criba. Si nos empeñamos en censurar y enviar al ostracismo a cuantos dijeron algo en contra de las mujeres, los homosexuales, los negros, los indios, los chinos, los judíos, los protestantes, los católicos, los comunistas, los capitalistas y, en suma y para no ponerme pesado, algo contra cualquiera por ser quien y como era o creer en lo que creía, la historia de la literatura cabrá en un sello de correos.

Debemos asumir, además, que se puede ser buen artista y mala persona. Y si vamos a quemar en la hoguera de las purificaciones las obras de quienes consideramos artistas malos, incineraremos a la mayoría de los buenos artistas y habremos de aceptar que ha llegado ya la sociedad que Ray Bradbury pronosticó en su célebre Fahrenheit 451 y que es hora de empezar a memorizar antes de que arda todo.